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El último sueño de Enrique

Todos los enanos del mundo acudieron a la temida y profética llamada del cometa para despedir al maestro. Vinieron de los últimos rincones de la tierra, El lugar más lejano, y de ciertas comarcas donde dicen que habita El tiempo prometido. También vimos llegar en comitiva al paseante, al mendigo, al periodista Leo Ros, al buhonero, a Sigfrido de la Gorce, al mestizo Sabrino Saña y a un sinfín de criaturas y bestezuelas provenientes del reino de la fabulación.

Todo lo auguraba. Lo sabía la fascinante pléyade de discípulos que le oyó pontificar durante décadas difíciles y tortuosas. Lo esperaban, del primero al último, los más devotos lectores de sus crónicas, los correligionarios y hasta sus viejos e incorregibles detractores; era cierto. Pero hasta que no vieron al cometa atravesar la noche, despojando su fúnebre estela sobre la ciudad; hasta que no oyeron la llamada, aquel ominoso 23 de noviembre, anunciando que el escritor había muerto para siempre como Un agujero en la luz, nadie creyó que la fatídica hora había llegado.

Los ahorcados del cuarto menguante y esos seres imaginativos que se obstinan en Cazar ballenas en los charcos bajo la luz cenital lo recuerdan ahora en el claro rincón de su casa tecleando un artículo, un capítulo, un pensamiento. No se cansan de decir que Enrique Cerdán Tato ha sido, es, el impecable contador de historias, el mágico fabulador y el agudo cronista de la vida, de su país, de su ciudad; el narrador comprometido y el periodista consecuente. Profesor, hechizador de contertulios, marxólogo, activista y optimista histórico, incombustible resistente contra las tiranías, de él se ha estimado especialmente «su profundo conocimiento del ser humano, así como también su valor para poner al desnudo lo que de inquietante hay en el hombre y su maestría para moverse con la mayor naturalidad entre lo real y lo alegórico» (Erna de Brandenberger).

Según testimonio del canónigo magistral don Nicomedes Gallardo, el último sueño de Enrique fue un paseo por los laberínticos espacios de su memoria. En aquellos recovecos pudo verse a sí mismo uniformado de caballero cadete en la Academia General del Aire, jugando al ajedrez en Puebla del Socorro con el mismísimo Erasmo Figueroa o corrigiendo uno de sus artículos para el diario Primera página en los talleres de la calle José Salvetti. Pese a su ofensiva juventud, se reconoció por aquellas galerías y se animó a seguir sus propios pasos. Fiesta y tertulia en el american bar del Hotel Samper junto a Ernesto Contreras, Gonzalo Fortea, Eduardo Trives y José Bauzá destripando a Samuel Beckett, a Camus, Huxley, Scott Fitzgerald, Arthur Miller y O'Neil, o las últimas novelas de Chandler, de Burnett y de Hammet. Con terrible nostalgia se contempló entre aquel grupo y aquellos años 50 («Generación del horror» para los biempensantes) y recordó la vieja historia del realismo «social» y su propósito de trascender sus lindes por medio de la parábola, de la magia, del vuelo? Encontró el amor en aquella muchacha llamada Mari Luz (una instantánea en blanco y negro digna de ser capturada por Robert Doisneau) sin saber que aquel beso prolongaría sus efectos medio siglo más tarde, hasta el último día de su vida. Se vio de nuevo en medio del laberinto, comprometido más que nunca con los valores cívicos y democráticos. Y también se descubrió encanecido y firme mucho tiempo después, en el íntimo santuario de su despacho, afrontando la escritura como una redención, como un dolor diario, como una liberación cotidiana, como una necesidad y como un modo de ordenar la existencia, como una postura de lucidez solidaria.

El último sueño de Enrique Cerdán Tato pudo titularse «Sombras nada más», pero nadie con mediana inteligencia lo daría por bueno, entre otras cosas porque detrás de un hombre como él, de un escritor como él y de un intelectual como él hay demasiada luz, hay un valioso y coherente testimonio, y hay una voz que nos guía hasta nuestra memoria, hasta nuestro tiempo y, posiblemente, hasta nuestra conciencia.

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