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Reencuentro con Enrique

La otra noche Pepe Azorín me avisó: «Enrique está en casa sedado y esperando el final». Un servidor llevaba mucho tiempo por amigos comunes sabiendo de su lucha, siempre ha sido un luchador, tratando sobrevivir a la enfermedad. Con el aviso recibido llamé a Mari Luz quien, con voz entrecortada, corroboró la gravedad de su estado.

Ayer, en una de las mensuales reuniones con comida incluida que organizamos unos amigos que hemos tenido el buen sentido de jubilarnos, me llamaron del diario para darme la mala nueva. En Biar, con una temperatura muy baja pero corregida con la calefacción de propano, el ambiente se heló de inmediato cuando lo comuniqué a los presentes. Aunque pronto, su recuerdo nos impulsó a hablar de él. Allí estábamos algunos de los amigos y conocidos de Enrique e inmediatamente, como si él se hubiese presentado allí para disfrutar con nosotros de las charlas, pullas y chanzas que solemos (especialmente con los que no están presentes), Enrique se incorporó a nuestras conversaciones como uno más. Nos solazamos recordando un montón de anécdotas reídas con él, algunas impublicables. Y desde ese momento, Enrique, nuestro Enrique, se quedó allí, entre todos nosotros, como uno más de la panda de jubilatas, aunque él nos llevara quince años.

Mario, que lo conoció en la academia de Enrique frente a la estación donde recibía clases de matemáticas del ilustre escritor y luego también cronista, fantaseaba con que en el patio de su casa Enrique tenía un águila que mostraba encantado a quien quisiese verla. José Ramón le corregía. Era una tortuga, él nunca había visto la dichosa águila. Un José Ramón que visitaba su casa en Marvá mientras aprendía dibujo de Enrique.

Otro de nosotros, Enrique Giménez, recordaba los consejos literarios que solía recibir de Enrique. O cuando leyó su laudatio al recibir Cerdán Tato el Premio Maisonnave de nuestra Universidad. Mientras Mario aseguraba que Enrique había cursado estudios navales, afirmando haberle visto en una foto con uniforme de Guardiamarina, Enrique Giménez, muy puesto en razón, decía que él había visto fotos de Cerdán Tato con el uniforme de la Academia del Aire en San Javier. Los dos tenían razón. En la contraportada de la novela, su primera novela, Un agujero en la luz, Premio Gabriel Miró de novela corta en 1957, escrita con apenas veinticinco años, y que tengo dedicada por el autor a mi suegro Antonio Azorín, se dice de él: «Muy joven ingresó en la Academia General del Aire. Tres años después, abandonó la carrera militar y viajó por España, África del Norte y Francia». Y que posteriormente, siempre con el espíritu aventurero que le llevó a recorrer medio mundo, cursó los estudios de Náutica y de Magisterio.

Entre nosotros, ese día, faltaba Jaime, otro de los asiduos a nuestras pantagruélicas citas mensuales. En caso de haber estado, seguro que nos hubiera contado alguna de las muchas anécdotas de Enrique cuando Jaime lo entrevistó en numerosas ocasiones para realizar su tesina de licenciatura, tesina sobre Enrique y su obra que dirigió otro amigo, Miguel Ángel Lozano.

Un servidor recordaba la época en que lo traté más a fondo. Yo trabajaba en la Conselleria de Cultura y desde un principio, cuando teníamos escasas competencias y ningún dinero, Enrique aceptó colaborar con el equipo dirigido por Ciprià Ciscar. También cuando ganó una convocatoria literaria con la obligación de escribir una novela y las dificultades, ¡ufff!, sufridas para que aquello llegase a buen puerto. O cuando, muchos, entre ellos su amigo Ricardo Bellveser, lo propusimos como candidato al Premi de les Lletres Valencianes, y que tan merecidamente obtuvo. Años después, cuando el desencanto de la política partidista nos embargaba a ambos, Enrique dirigió un curso en la Seu Universitaria de Alicante sobre la novela social española de los cincuenta y sesenta, en la que él figuraba con méritos propios junto a nombres como los de Fernández Santos, los Goytisolo, Sánchez Ferlosio o sus amigos y compañeros ideológicos Antonio Ferres o Armando López Salinas.

Enrique Cerdán Tato, hombre comprometido como pocos en todo aquello que creía, especialmente en rechazar la injusticia y la insolidaridad, siempre dispuesto a colaborar en una causa noble, volvió a juntarse con nosotros tras mucho tiempo sin reírnos juntos, en una tarde fría pero cálida de Biar. Fue como en aquella bella película de Lawrence Kasddan, Reencuentro, donde amigos de siempre pasan revista a unos tiempos que nunca, nunca, volverán.

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