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Juan Cruz

Madera del maestro

Tenía Enrique Cerdán Tato algo de maestro de obra, pero también de maestro de vida, y no sólo de vida literaria. Había en él la paciencia del orfebre, en su escritura clara, pero también en los dibujos de su ficción. Hablaba como si estuviera escribiendo sus cuentos, muy cerca de tu oído, diciendo y escuchando a la vez, asintiendo, como si tuviera temor a que tú creyeras que no regalaba su atención. Nunca lo escuché, ni cuando lo conocí ni cuando ya llevábamos viéndonos algunos años, ninguna insidia, ninguna verdad revuelta con mala intención, y eso también lo convertía en una persona rara en este universo en el que decir y maldecir se confunden. Lo recuerdo comprometido con su ciudad, Alicante, para la que entonces trabajaba; deduje que aunque ese no fuera su oficio circunstancial, lo hubiera llevado a cabo de cualquier manera, porque era un ciudadano enraizado con su compromiso civil de ayudar a los otros. Me he acordado mucho de él, de su afecto, de su escritura seca, precisa, de su cara dibujada por la vida, esa barba que parecía, como en uno de sus retratos, puesta ahí para que él pasara desapercibido, para que fuera sólo barba el dibujo de su rostro. Lamento mucho su sufrimiento final, y celebro mucho el ejemplo de su manera de ser.

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