Somos gente bragada y con el metabolismo hecho a todo tipo de sustos y de sorpresas desagradables. En este valle de lágrimas llamado Comunitat Valenciana, los ciudadanos de a pie hemos visto prácticamente de todo: desde el saqueo general de nuestras arcas públicas al desmantelamiento progresivo de algunos de los servicios más básicos. Tenemos los nervios de acero y gracias a eso, hemos podido resistir el tormento de contemplar cómo esta autonomía pasaba de la prosperidad a la miseria más vergonzante en unos pocos años. Somos gente dura y con unas tragaderas casi infinitas, pero nadie nos había preparado para ver el escalofriante espectáculo de Francisco Camps poniéndose «gracioset». Aunque en esta tierra crecen como setas los profetas de la catástrofe, nadie nos había advertido de que un día, nuestro más delirante expresidente podía levantarse juguetón, para transfigurarse después en una reedición barata de la Pimpinela Escarlata, que decide burlarse de un juez estrella, jugando al escondite por las calles de Valencia y haciéndose el sordo cuando la Policía llamaba al timbre de su casa.

Además de una gansada de considerables proporciones, la rocambolesca maniobra de Camps para no responder ante el juez Castro es toda una declaración de intenciones, emitida por un político que se cree un mártir de la historia y que quiere recordarle al mundo que todavía sigue ahí. Con su infantil comportamiento (¡a que no me pillas?!), el expresidente nos deja bien claro que, a pesar de las unánimes condenas en contra de su irresponsable gestión de gobierno, él continúa teniendo plaza de diputado, sillón en el Consell Juridic Consultiu, coche oficial, secretaria, escoltas y un sueldo mensual bastante apañado. Por si esto fuera poco, Camps no puede resistir la tentación de adornarse y de chulear con una sonrisa en los labios al mismísimo poder judicial, uno de los pilares básicos del sacrosanto Estado de Derecho. Aunque para el resto de los mortales una travesura como la protagonizada por el molt honorable nos supondría una visita inmediata de una pareja de la Guardia Civil a nuestros domicilios, el exdirigente popular aún está en condiciones de darse un gusto de vez en cuando y de permitirse un lujo reservado sólo a los vips.

Como era de esperar, el vodevil ha cosechado grandes éxitos de crítica y público. Las familias de los pacientes que llevan años esperando las ayudas de la Ley de Dependencia, dilapidadas en fastos y palacios de Calatrava, se han reído a mandíbula batiente. Los niños ateridos que acuden con abrigo y bufanda a dar clase en unos barracones con temperaturas siberianas se han tronchado. Las ancianitas que llevan catorce meses en la lista de espera de una operación de vesícula se han carcajeado hasta las lágrimas. Las víctimas del timo de las preferentes, perpetrado por unas cajas de ahorro reventadas por la avidez y el descontrol de la Generalitat, han sido capaces de romper su tradicional malhumor para esbozar una sonrisa. Y hasta el mismísimo Alberto Fabra se parte el pecho, al ver cómo su predecesor liquida en un domingo los escasos restos de prestigio que le quedaban al Partido Popular valenciano. Todos, absolutamente todos, coinciden en un mismo diagnóstico: como presidente, Camps fue más malo que una epidemia de cólera, pero el tío tiene «una gracia» que no se puede aguantar.

Posdata. Es todo un detalle, que la única salida a la calle de Camps durante el sainetesco domingo de autos fuera para asistir a misa en la parroquia de su barrio. Esperemos que Dios en su infinita misericordia le perdone, porque al resto de los habitantes de la Comunitat Valenciana ya hace mucho tiempo que se nos agotaron las reservas de santa paciencia y cada vez que vemos su beatífica cara sonriente en los periódicos, se nos llevan los demonios.