Cuando miramos la paternidad desde la óptica que nos ofrece la publicidad de productos para la primera infancia, nos adentramos en una realidad pintada de blanco puro, de azul cielo y rosa claro, un mundo que siempre huele a limpio, a recién lavado. Todo son escenas amables de hombres, mujeres y bebés sonrientes. Pero cualquiera que haya pasado por la experiencia de tener un hijo sabe que no suelen ser esos los colores del día a día, que los bebés traen muchas alegrías pero también muchas horas sin dormir, cansancio, llantos que pueden generarnos impotencia, reajustes de pareja, familiares y muchas otras situaciones difícilmente dulcificables. Si lo que supone tener un bebé real en brazos suele quedar oculto en nuestro discurso social sobre la paternidad -puesto que en él prevalece la visión que solo contempla sus bondades-, hay otra parcela que permanece aún más silenciada: la de perder a ese bebé antes de que nazca.

Un embarazo deseado siempre es motivo de felicidad y buscamos ese embarazo porque se nos activa la imaginación y el deseo respecto a ese futuro hijo: soñamos con ese bebé, con pasearlo, vestirlo, bañarlo, cantarle una nana, jugar con él o ella y sentir sus abrazos. Necesitamos imaginar cómo será y soñamos una vida dichosa para él y para nosotros como padres. Y dicen los psicólogos que este proyectar en nuestros hijos nuestros deseos con respecto a ellos cuando todavía se encuentran en el seno materno es fundamental para un adecuado desarrollo del futuro niño y para nuestra salud. Los astutos publicistas se encargarán de recoger esta idealización de atmósfera impoluta y familias felices para sacarle partido. Pero algunas veces, a mitad del sueño, nos despertamos bruscamente. Algo terrible y desde ese momento inolvidable, sucede: una pérdida de sangre inesperada, un dolor fuerte en el vientre, un mal presentimiento ante la falta de movimiento del feto o una ecografía que trae malas noticias ponen fin a esos deseos de crianza. La muerte se hace presente y acaba violentamente con ese proyecto de vida dejando a los padres desolados.

Sin embargo, el dolor de la pérdida no es dolor por la pérdida de un sueño, sino por la pérdida efectiva y real de nuestro hijo/a: no era un proyecto en abstracto sino un ser que estaba en crecimiento, que ya en sí mismo era una realidad. El dolor surge de que ese bebé, ese en concreto que se estaba formando, ese en particular y no otro, ya no estará a nuestro lado. Pero este segundo matiz, el que habla de la individualidad y la humanidad que los padres reconocían en ese ser en formación independientemente de las semanas de gestación, parece haberse desechado de nuestra sociedad. Tal vez es que nos resulta tan doloroso mirar a los ojos de esos padres que sienten que lo que han perdido era un hijo que no podemos más que mirar hacia otro lado, invitarles a que no lo manifiesten, hacer como que las muertes gestacionales son algo poco habitual aunque las cifras hablen de unos 85.000 casos al año en España, y aunque todos conozcamos un caso de un hermano, o un sobrino, o un primo, o un nieto o el hijo de un amigo que por los motivos que fueran no llegaron a nacer. Tal vez por eso resulta el discurso más común el de minimizar las pérdidas gestacionales invitando a los padres a que se animen porque son jóvenes y podrán tener otros hijos; o porque tienen otros hijos sanos, o multitud de mensajes que pretenden relativizar la intensidad del dolor que puedan estar sintiendo. Preferimos pensar que perder un embarazo no requiere de ningún proceso de duelo sino que quienes lo sufren tienen únicamente que recolocar la ilusión que se había puesto en él.

Pero por mucho que nos duela es necesario que nos atrevamos como sociedad a mirar a la cara esta realidad, porque solo así podremos recordar con dignidad a aquellos seres que estaban formándose pero de los que alguien un día quiso que fueran hijos, sobrinos, nietos, primos, vecinos... Y porque solo así quienes tengan que vivir este tipo de pérdidas podrán elaborar sus duelos tal y como lo necesiten, haciendo presentes a estos seres perdidos si así lo desean y sin tener que luchar contra sus propios sentimientos.

Por eso, el sábado 19 de octubre, celebramos en Alicante, en coordinación con otras ciudades de España y con diversas entidades y asociaciones que se ocupan directa o indirectamente de la muerte gestacional y neonatal, una jornada por la visibilización social de este tipo de muertes. Bajo el lema «Rompe el silencio: este duelo existe», queremos poner de manifiesto que el silencio que rodea las pérdidas gestacionales y neonatales en nuestra sociedad no es un silencio de respeto sino de desconcierto, de miedo, de no querer reconocer que en esas muertes se produce para muchos de los que las han sufrido, mucho más que la pérdida de un sueño. Romper el silencio para honrar a nuestros hijos perdidos y hacerlos presentes sin levantar suspicacias ni generar incomodidades. Romper el silencio para honrarnos a nosotros mismos, para que podamos elaborar nuestros duelos y no quedarnos anclados en ellos, para despedirnos de nuestros hijos no nacidos y desde ahí curar nuestros sueños rotos sin que se conviertan en pesadillas, aceptándolos como lecciones de vida desde las que es posible renacer. En definitiva, romper el silencio para sentirnos acompañados y poder, algún día, cuando estemos preparados, volver a sonreír, volver a soñar, volver a ser felices.