Hace ya unas cuantas décadas nos aprestábamos a ir capazo en mano con las botellas vacías a la tienda de la esquina para comprar el refresco de turno, la cerveza, el vino o el popular por aquel entonces -hoy en desuso- sifón. Había que devolver los cascos para que el precio del producto no se incrementara. Entre la chiquillería de la época se puso de moda ir buscando, en espacios públicos, recipientes abandonados para recaudar esas pequeñas cantidades que permitieran unos dispendios que parecían lujos asiáticos. La práctica desapareció con el tiempo con la falsa creencia de que el progreso vendría a liberarnos de esa molesta carga y ahorrarnos ese incómodo peregrinar con los envases de vidrio a cuestas. Desconocíamos, en aquel momento, que con el transcurrir de los años esa rutinaria misión, de la que ignorábamos que tuviera función medioambiental, se convertiría en una necesidad ecológica, concienciándonos progresivamente de la importancia de un reciclaje vital para la supervivencia. El vidrio se ha extendido al plástico, al aluminio, al tetrabrik, por citar tan solo los objetos más comunes que se desechan por separado, para su posterior aprovechamiento, con lo que la práctica se ha vuelto algo más compleja que antaño. Sin embargo, lejos de reducirse, día tras día, se va incrementando, como hemos podido ver y conocer con las últimas cifras disponibles, y pese a estancarse el consumo se incrementa el volumen de materia reciclada. La última iniciativa apuesta, con controversia, por volver a cobrar una pequeña cantidad para incentivar la devolución de los envases en los establecimientos donde se han comprado y penalizar económicamente a quienes rechazan esta práctica. Algo similar al cobro de bolsas de plástico de la compra, que tan buen resultado ha dado ya que ha obligado a valorar y reconsiderar el abusivo uso que de ellas hacíamos. Porque en España aún estamos muy lejos de la cultura del reciclaje tan extendida por el resto de Europa.