Quisiera ahora recordar que nos adentramos en el séptimo año de los primeros indicios de la crisis. O en el sexto, si, como en nuestro país, nos permitimos el extraño lujo de negarla o conjurarla durante más de un año con mágicas invocaciones sobre la fortaleza de nuestro sistema financiero.

No voy a añorar tiempos mejores y reclamar su vuelta, sino rememorar sus consecuencias y la abundancia de sus víctimas.

Para empezar, nuestra primera misión es formar a los jóvenes. Nuestra materia prima, la que da sentido a nuestro oficio, son los jóvenes. ¿Y qué es de los jóvenes? Su tasa de paro, incluso entre aquellos con estudios universitarios, es literalmente escandalosa, comparada con la de los países de nuestro entorno. Y sus perspectivas, problemáticas, considerando las dificultades que afrontan sus padres, el peso de los recortes y ajustes que recaen sobre los mismos, y los obstáculos que se yerguen frente a aquellos que han terminado o que cursan estudios universitarios en orden a obtener un trabajo decente, con salarios proporcionales a su formación y a la inversión que la sociedad ha realizado en ellos.

Y bien, ya lo sé, se acusa a las universidades públicas -solo a las públicas- de no ser suficientemente productivas. ¿Pero en qué datos se apoya una tan descalificadora conclusión?

Con una financiación netamente inferior a la de la media de la OCDE, y en descenso desde 2010, y un número de universidades por habitante muy inferior al del Reino Unido o Estados Unidos, estamos a la cabeza de la tasa de titulación en Europa, solo por detrás del Reino Unido y Dinamarca.

Realizamos el 3,3% de la producción científica mundial y el 4% de las citas científicas, cuando el tamaño de nuestra economía y nuestro comercio exterior son el 2,2% y el 1,9%, respectivamente, de la economía y el comercio mundial

¿Y qué decir del periódicamente aireado hecho de que ninguna de las universidades españolas está entre las 200 primeras del mundo según el ranking de Shangai? Bueno, para empezar, que es cierto, según dicho ranking, que ordena las universidades del mundo por su prestigio, de acuerdo a criterios como publicaciones, proyectos, estudiantes, número de premios Nobel impartiendo clase, etc.

Pero cuando manejamos indicadores de actividad científica de otro tipo, cualquiera de las herramientas de evaluación de la actividad investigadora disponibles nos sitúa en torno al puesto 8 ó 9 a escala mundial. Y si ponemos en relación dicha posición con la inversión efectivamente realizada por nuestro país en I+D+i, los científicos españoles resultan ser sencillamente de los más eficientes del planeta.

En definitiva, para establecer el grado de eficiencia de nuestras universidades habría que contrastar el ranking de las mismas con la ratio de financiación por alumno de cada una de ellas, por no hablar del incómodo asunto de los salarios del profesorado, una poderosa motivación para la atracción de los «mejores y más brillantes». Tal vez entonces empezaríamos a entender por qué ninguna universidad española figura en dicho ranking, sin negar la necesidad de mejoras sustantivas, pero también sin merma para nuestra autoestima.

Por añadidura, nuestra juventud mejor formada emigra. Los datos de emigración recientes indican, en efecto, que el número de españoles emigrantes de entre 20 y 29 años ha aumentado en un 40,9% desde 2008, y que un crecimiento similar, del 41,4%, se ha producido en las edades comprendidas entre 30 y 34 años.

Un perfil típico de los nuevos emigrantes es, pues, el de un joven entre 25 y 35 años con elevado nivel educativo y, frecuentemente, especializado en aquellas profesiones con mayor incidencia potencial para el crecimiento de la productividad en una economía de la información y del conocimiento: ingenieros, arquitectos, analistas financieros, informáticos, expertos en marketing y servicios avanzados a las empresas, médicos, enfermeros, investigadores; es decir, buena parte del potencial profesional y científico adquirido en las últimas décadas.

Peor aún, como es notorio, mientras que el gasto público en I+D+i se ha incrementado durante la crisis sustancialmente en Estados Unidos y en los países avanzados de Europa, en España, desde 2009, ha caído en picado, con riesgo de un irrecuperable retroceso, ya que el sistema de la ciencia no es equiparable al de las reiniciables infraestructuras físicas.

Lo que este hecho revela es que, infortunadamente, en nuestro país el conocimiento y la ciencia tienen la consideración de un gasto suntuario, superfluo, que, en momentos de crisis, conviene recortar en proporción aún mayor que otros «excesos», como si no hubiese ninguna relación entre el desarrollo de la ciencia y la prosperidad económica; como si, en fin, pudiéramos permitirnos desconocer que «los países ricos hacen ciencia para ser ricos, mientras que los países pobres creen que los países ricos hacen ciencia porque son ricos» (Jorge Wagensberg).

Al propiciar la emigración de los mejores y, sobre todo, de los jóvenes profesionales y científicos, formados con cargo a los presupuestos del estado y de sus familias, no solo subsidiamos la productividad de otros países, sino que debilitamos el potencial innovador y productivo que la juventud representa y socavamos la viabilidad de nuestras políticas de bienestar, pinzadas entre los costes crecientes de una población envejecida y la menor productividad derivada de la descapitalización humana.

Como alguien ha escrito, al parecer, para recapitalizar el capital tenemos que descapitalizar el trabajo y el futuro. Una elección tan fatal como corta de miras.

Porque, una vez más, un año más, en esta devastadora crisis, ¿quiénes, según la opinión pública y publicada, contribuyen en mayor medida al bienestar social y mantienen la confianza de los españoles? Según el quinto Barómetro de Confianza institucional realizado por Metroscopia entre junio y julio del presente año, y por este orden: científicos, médicos del sistema sanitario público, PYMES, guardia civil, profesores del sistema educativo público, la policía y las universidades.

No parece, en fin, que las campañas de denostación del sector público hayan calado entre la sociedad civil. Los ciudadanos no asumen las tesis de quienes ven en el sector público el problema de nuestra economía, como tampoco sus explícitas prioridades de gasto coinciden con las opciones probadas de los gobiernos y las élites económicas: un peligroso divorcio que amenaza la credibilidad y la estabilidad de las democracias.

Es en este contexto, y cuando las universidades públicas, y singularmente las valencianas, arrastran serios problemas de financiación y falta de liquidez, viéndose forzadas a depender de un crédito cada vez más restringido y con importantes costes de financiación adicionales, que el número de créditos matriculados y el de alumnos en el conjunto del Estado, ha descendido por primera vez desde hace un lustro.

La razón de este descenso no es un secreto para nadie, como no lo fueron los motivos del crecimiento del alumnado desde los inicios de la crisis. Tiene que ver con un incremento significativo de las tasas académicas en los dos últimos cursos, que, en alianza con un endurecimiento de los requisitos para acceder a becas, amenaza la igualdad de oportunidades y excluye, de hecho, a los grupos sociales que se están viendo más afectados por la crisis, además de generar inaceptables disparidades territoriales, con diferencias en los precios de matrícula que alcanzan hasta el 174% entre comunidades del mismo Estado, e incluso entre comunidades vecinas.

En concreto, la Comunidad Valenciana es, desde este curso que se inicia, la segunda comunidad, tras Cataluña, con los precios públicos de matriculación más elevados del Estado, siendo estas diferencias aún más acusadas en el caso de los másteres, al alcance ya casi solo de los «felices pocos», lo que ha supuesto un decrecimiento significativo del alumnado en los estudios de posgrado (el 8% en el conjunto del Estado).

Los rectores de las universidades públicas valencianas ya manifestamos en julio, de consuno y sin fisuras, nuestra oposición al nuevo incremento de tasas de matrícula de másteres universitarios que el Consell aprobó para el presente curso, conscientes de que un incremento del 10% en los precios públicos de los mismos no solo nos restaría alumnos, previsión que se ha cumplido, sino que vulneraría el principio de igualdad de oportunidades, excluyendo a las economías más débiles del acceso a la formación especializada y, por tanto, de mejores oportunidades laborales y de desarrollo profesional; de una mayor empleabilidad, en fin, si atendemos los requisitos que suelen valorar los empleadores, y a la que dice aspirar la Generalitat.

E instamos a la Conselleria de Educación, Cultura y Deportes a que revisara su política de tasas universitarias, potenciando las becas, con el fin de proteger y fomentar un sistema más equitativo y accesible para todos los valencianos, con independencia de su nivel de renta.

En las mismas fechas, por cierto, los rectores de las universidades públicas valencianas mostramos nuestras reservas a la decisión de la Generalitat de iniciar el proceso para crear una nueva universidad privada en la provincia, que se sumaría a la ya anunciada de la UCAM, y nuestra oposición a la autorización otorgada a la Universidad Internacional Valenciana (VIU) para impartir, a partir del próximo curso, los grados de Derecho, Economía y ADE, tres titulaciones ya sobrerrepresentadas en el sistema público valenciano.

Es cuanto poco llamativo que, frecuentemente, los mismos que afirman que «hay demasiadas universidades» se dediquen con tanto ahínco a crear o a aprobar universidades privadas. Como es bien sabido, mientras la última universidad pública se fundó en España hace tres lustros, no habiéndose modificado la cifra de universidades públicas desde entonces (50), el número de las privadas se ha multiplicado por dos, de 15 a 31, en el mismo periodo.

En la Comunidad Valenciana, además, con la incorporación de las dos nuevas universidades pendientes de aprobación, las privadas superarían en cantidad a las públicas, seis frente a cinco.

Vaya por delante que no tengo, en principio, nada contra las universidades privadas, siempre que no reciban un trato diferenciado y preferente por parte de las administraciones, que no se beneficien de financiación pública alternativa a la de las universidades oficiales, y que se ajusten, así en sus planes de estudios como en lo tocante a los criterios de calidad docente e investigadora, a los requisitos que se exigen a estas últimas.

Siempre, en fin, que se sometan a las mismas reglas exigibles y que sean verdaderamente privadas y autofinanciadas, y no parte de un extraño «sector privado-gubernamenta»; es decir, de un sector privado alentado, protegido y financiado directa o indirectamente por los gobiernos o las administraciones, en competencia no declarada con las universidades públicas, que, quisiera subrayar, acogen aún al 90% de los alumnos universitarios y realizan el 99% de la investigación reconocida.

Cuando la universidad española tiene aún problemas de equidad, ya que mientras que el 40% de los estudiantes universitarios son hijos de aproximadamente el 20% de la población con estudios universitarios, solo el 26% son hijos de trabajadores manuales, que representan el 48,7% del censo, según la encuesta Condiciones de Vida y Participación de los Estudiantes Universitarios en España 2011.

Cuando el sistema universitario público encara su presente con una merma sustancial de su financiación para fines docentes (aproximadamente un 12% menos desde 2010) y recortes en investigación, matrículas más caras para, al menos, la mitad de los estudiantes universitarios, becas menos accesibles y un número menor de docentes en plantilla (aproximadamente un 9% menos).

Cuando, urgidos por las condiciones antedichas, las universidades públicas debaten la posibilidad de establecer fondos de emergencia para alumnos con problemas económicos, mediante el aporte solidario y encomiable de particulares, con los riesgos añadidos de legitimar la desresponsabilización del Estado, y de sustituir la lógica de la ciudadanía democrática por la de la filantropía anterior a la era de los derechos, (por más que evitar el daño en el corto plazo sea prioritario).

Cuando, en fin, todas estas condiciones, que los medios de comunicación han reflejado con profusión, se cumplen, la relajación de las exigencias, si no el fomento o la financiación indirecta de las universidades privadas, forzosamente de mayor coste y de menor calidad media, por autoridades públicas, cobra un sentido desagradablemente diferente.

De otra parte, sin embargo, la «creación» de un mercado privado de educación superior, cuando el predominio de las universidades públicas es patente y su competencia y aprecio generalizados, requiere obviamente de reformas legales substantivas, que inclinen la balanza en favor del mercado y en contra de lo público.

¿Qué tipo de reformas e innovaciones? Primero, el descrédito de la enseñanza pública, bajo el supuesto indemostrado de que lo privado, por definición, es más eficiente que lo público, y el cuestionamiento de derechos secularmente reconocidos a las universidades, tales como la autonomía universitaria, el pluralismo ideológico, la libertad de cátedra o la libertad de producción científica.

En segundo lugar, no es necesario ser un lince para percibir que el conjunto de las recientes «reformas» y «decisiones difíciles» guardan una extraña coherencia y podrían servir, deliberada o involuntariamente, a un triple propósito: degradar la universidad pública, encarecerla y abrir, en consecuencia, un mercado alternativo para la educación superior privada, o al menos para segmentos significativos de la misma.

O, si se quiere con otras palabras, para inflar una nueva «burbuja educativa» privada, que, atizando la ansiedad de las clases medias por su futuro, abra nuevas oportunidades de inversión, protegida y regulada favorablemente, al sector privado, con sus secuelas de «becas-préstamo» y los resultados bien conocidos en los países en los que la educación privada es dominante: imparable aumento del precio de las matrículas, alto endeudamiento de estudiantes y familias, promesas de brillante futuro laboral incumplidas, etc.

Créanme, no es un porvenir deseable para la mayoría, ni siquiera para la mayoría satisfecha aún solvente, sino para muy pocos, que nunca han necesitado ni necesitarán de protecciones públicas.

Degradar la universidad, asfixiando su financiación y forzando la salida de profesores experimentados o truncando la carrera de jóvenes doctores, que aseguran la necesaria renovación de los talentos, no es una buena opción, salvo, tal vez, para las universidades privadas, que los reclutarán a bajo precio.

Elevar desorbitadamente, muy por encima del incremento del coste de la vida, los precios públicos de grados y posgrados, al punto que las tarifas de las universidades privadas resulten competitivas, no satisface las necesidades de los más numerosos.

Destruir el laboriosamente conquistado, durante las últimas décadas, sistema científico de nuestro país, angosta nuestro ya problemático futuro y estrecha nuestras oportunidades.

Considerar la educación de la juventud solo una mercancía, equiparable a cualquier otro negocio en que domina el interés privado, constituye, en mi opinión, una regresión cultural fatal e irreparable.

Termino. Afortunadamente, después de más de dos años de espera, la línea 2 del TRAM cumple el cometido para el que fue concebido: contribuir a un desarrollo más armonioso de las ciudades que conecta, manteniendo su cohesión, aproximando barrios con vocaciones diversas, despejando los accesos, protegiéndonos de polución y atascos, y evitando las dificultades de aparcamiento, tan notorios en la universidad en años anteriores.

Enhorabuena. Debemos felicitarnos por ello, ya que para su puesta en marcha fue necesaria la presión conjugada de las tres instituciones más importantes implicadas: los ayuntamientos de Alicante y San Vicente, con sus alcaldesas al frente, y la Universidad de Alicante.

Nada me complacería más -como representante de la Universidad de Alicante, pero me consta que es un deseo compartido por el resto de las universidades públicas valencianas- que lograr que nuestras instituciones de gobierno comprendieran cabalmente el potencial de prosperidad y desarrollo que las universidades públicas representan.

Nada me satisfaría más que aprendiéramos -o que intentáramos, al menos, aprender- a colaborar y a trabajar cómplicemente todas las instituciones públicas para lograr una más rápida salida a la crisis en nuestra Comunidad, y en nuestra querida provincia de Alicante.

Muchas gracias.