La situación política en la que vivimos es excepcional. La crisis económica y la corrupción han llegado a tocar al mismo sistema de partidos y a la monárquica, que no vive hoy sus mejores momentos. Encuestas recientes ponen de manifiesto por primera vez que la pérdida en intención de voto en el partido gobernante no se traduce en ganancias en el otro gran partido de la oposición. Asimismo los índices de abstención aumentan hasta límites insospechados, lo que sugiere un alto grado de insatisfacción política. La gente empieza a cuestionarse el sistema sin miedo a que le tachen de antidemocrático o radical, y las consignas partidistas que animaban a votar «para poder quejarse después» o que obligaban a asumir lo que hay «porque es lo menos malo de lo posible», cada vez cuelan menos. ¿Podría ocurrir entonces que habiendo gran número de ciudadanos que coinciden en la crítica, estemos más cerca de que se produzca un cambio para mejor en nuestra forma de organización política? Sí, podría ocurrir.

La cuestión fundamental sería saber si todos pensamos lo mismo cuando pensamos en lo mejor. Esto es, si habiendo gran acuerdo en el diagnóstico coincidimos en el tratamiento a seguir. ¿Pero coincidimos en el tratamiento? Entre los españoles que han dejado de votar a los dos grandes partidos estatales abundan los que creen que el ciclo político que comenzó en la Transición está agotado. Muchos piensan que ya es hora de instaurar una verdadera democracia y de cambiar la ley electoral para hacerla más representativa. Y muchos son también los que se quejan de la corrupción, se consideran hijos de la ilustración, se definen como republicanos y exhiben ciertas veleidades revolucionarias. Sin embargo, las mismas palabras no siempre se refieren a los mismos significados, por lo que las coincidencias son solo aparentes. ¿Qué queremos decir cuando hablamos de democracia, reforma de la ley electoral, república, ilustración o revolución?

Cuando Juan habla de democracia piensa en la democracia social donde el Estado intervenga para garantizar los derechos sociales, pero no se preocupa especialmente de la independencia de poderes. Para Juan más democracia significa más intervención estatal. Sin embargo Antonio piensa en la democracia formal: un sistema verdaderamente representativo donde quede garantizada la independencia entre legislativo, ejecutivo y judicial.

Tampoco hay acuerdo sobre la ley electoral. Juan considera que la representación ciudadana mejoraría sustancialmente y la corrupción disminuiría si hubiese democracia interna en los partidos, cambiase la ley electoral que procura un reparto injusto de los escaños y las listas fuesen abiertas. Antonio, que ha leído a Robert Michels y conoce la ley de hierro de las oligarquías, considera que es ingenuo exigir democracia interna en los partidos de masas y es indiferente que las listas electorales sean abiertas o cerradas, pues si los candidatos están puestos por los jefes de los partidos seguirán dependiendo de ellos y solo se representarán a sí mismos. De modo que Antonio se inclina por pensar que el mal electoral es el sistema proporcional. El verdadero cambio surgiría de la elección de candidatos en distritos uninominales. Esto es, procedimiento de mayorías. De esta manera habría mayor representabilidad, los políticos serían más responsables en relación con sus votantes y la corrupción disminuiría.

Cuando Juan habla de república se refiere a la segunda república, con toda la carga emocional que ésta conlleva. El republicanismo de Juan es histórico, pues considera la segunda república como un arquetipo al que hay que volver si queremos que las cosas mejoren. Hay algo de romántico y melancólico en la postura de Juan. Sin embargo Antonio es más esencialista y quizá un poco más racional. Y cuando habla de república piensa en un sistema presidencialista donde el jefe del ejecutivo sea elegido por los ciudadanos de igual modo, aunque en distinto tiempo, que el legislativo. De esta manera se garantizaría la independencia del ejecutivo y el legislativo, que es lo que Antonio considera importante.

Por último, sus referentes ilustrados y revolucionarios tampoco coinciden. Juan alaba a Rousseau y a la revolución francesa y Antonio admira a Locke, Montesquieu y la revolución estadounidense.

Me pregunto si la ciencia también dice cosas tan diferentes utilizando las mismas expresiones. Aunque me inclino por pensar que no, después de todo el científico pretende ser entendido y la casta política, que es la que acaba por malear el significado de las palabras que al final todos confusamente utilizamos, solo aspira a que vuelvan a votarla en las próximas elecciones.