Parece que nos hemos acostumbrado a la imagen de cientos o en alguna ocasión miles de jóvenes reunidos en cualquier espacio público de nuestras ciudades para practicar lo que ellos mismos han bautizado como botellón. El macrobotellón celebrado esta semana en Orihuela y que reunió a 20.000 personas convocadas a través de las redes sociales es un ejemplo de lo extendida y de la profundidad con que ha calado esta práctica entre nuestros hijos. Y da la impresión de que nos hemos conformado con que sea lo que sea lo que allí pase, mientras no se salga de madre y no degenere en conflictos o peleas, lo mejor es no intervenir. Es como si se hubiera llegado a un pacto no escrito en el que hemos acordado limitarnos a mirar desde la distancia porque lo que se ve desde allí no es más que un encuentro de chavales que charlan o bailan y se lo pasan bien y que incluso lo hacen sin molestar mucho porque normalmente se sitúan en lugares alejados de las viviendas. Nuestras autoridades también han llegado a la misma conclusión y montan dispositivos policiales situados a una prudente distancia y vigilan. Si todo transcurre dentro de los cauces permitidos en cuanto al orden público, no intervienen, porque nos hemos autoconvencido de que es peor el remedio que la enfermedad. Estamos establecidos en esa creencia, actuar significaría provocar un conflicto, enfrentamientos, golpes, quema de contenedores. Es mejor no despertar a la bestia. Pero no seamos hipócritas, que mirar desde lejos no significa que no sepamos lo que allí pasa. Porque allí se consumen litros y litros de alcohol, allí hay un porcentaje muy elevado de menores de edad -más del 70% dijo el alcalde de Orihuela en el macrobotellón de Campoamor- y allí se está dejando crecer un problema que más temprano que tarde aflorará con toda su crudeza: se llama alcoholismo. Esa es la enfermedad contra la que hoy no hacemos nada y esa bestia despertará, queramos o no. ¿La miraremos también desde lejos?