Unas recientes excavaciones en el Tossal de Manises han dejado claro que, por mucho que cueste creerlo, en Lucentum hubo vida antes de Enrique Ortiz. Lo digo porque, al destaparse una cisterna, los arqueólogos se han fijado en el área de alrededor para lograr información de las técnicas de construcción en el siglo III antes de Cristo. El descubrimiento certifica el origen cartaginés del yacimiento y que otro pegeú es posible por muy baqueteado que esté y por antiguo que sea el actual, que lo es. Pero si en la era moderna hay un asentamiento baqueteado es el de la Ciudad de la Luz que, desde hace nada, se ha visto sometido a un nuevo descubrimiento sobre la identidad de las huellas que han venido trasteándolo. Aunque el origen del complejo es el que es, los pasos dados en su interior han sido complejos. En el principio de los tiempos cuando se anunció la puesta en marcha a bombo y platillo, que era como irradiaban las historias en la época de los monarcas del imperio autonómico, el invento empezó a andar en medio del oscurantismo. No es por nada pero tenía su aquél que la irrupción de grandes estrellas que, tras décadas de olvido, podían volver a llenar de glamour los rincones más reconocibles se llevara como un secreto de Estado. Algo no cuadraba. Luego, cuando el sistema se ablandó, básicamente fue para destapar miserias, televisar enconos entre la propiedad y los gestores, dar paso a la resolución europea por la que a la Generalitat no le queda otra que apoquinar una pasta por competencia inapropiada y contemplar el desencanto del sector turístico, algunas de cuyas marcas continúan aún con reclamaciones a productoras. La Ciudad de la Luz ha defraudado muchas de las expectativas creadas. De hecho, esta semana pasó por el diario el presidente del Elche y alguien lo tomó por Joaquim de Almeida, galán portugués. Más que nada, es lo que queda. Confusión.