Si una curva de 80 se puede tomar a 190, tarde o temprano se tomará a esta velocidad. Es una variante del «si algo malo puede pasar, pasa». Significa que la velocidad no debe confiarse a la pericia o a la responsabilidad del maquinista. Si el tren viene a 200 y en un punto deber reducir a 80, lo lógico es que haya un sistema que le obligue a ello, con independencia de la voluntad o de la falta de voluntad del conductor. ¿Es eso posible? Sí, lo es, está inventado. Hay sistemas informáticos con la cabeza mejor amueblada que la nuestra, ordenadores que siguen el libro de instrucciones al pie de la letra. ¿Se utilizan para casos como el que nos ocupa? Evidentemente. Así pues, seguimos a la espera de una explicación. Abaratar costes, como sabemos desde la Dama de Hierro, sale carísimo. Una de las herencias más siniestras de Margaret Thatcher fueron los accidentes de tren. Logró, con la privatización de la red ferroviaria, ahorrar un dinero al Estado. Pero el ahorro se pagó en muertos contantes y sonantes. Caían sobre las fosas como las monedas sobre la hucha. A estas alturas quizá haya más cadáveres en las fosas que monedas en la hucha. En todo caso, todo el mundo está de acuerdo en que los trenes de aquel país son los peores de Occidente.

Si algo malo puede pasar, pasa. Y pasa cuando menos lo esperas, cuando crees que ha prescrito ya la maldición. Se trata de una ley rara, pero inexorable. No sucede, en cambio, su contraria: si algo bueno puede ocurrir, no ocurre, u ocurre con cuentagotas. Por eso a las cosas buenas, cuando suceden, las llamamos milagros. Puede ser, no decimos que no, que los ciegos vean, que los paralíticos caminen, que Lázaro resucite. Pero no está en la naturaleza de las cosas. Las cosas buenas parece que requieren una intervención divina o de las hadas. Toda literatura en la que una fregona se convierte en princesa implica la intervención de un ser que no es de este mundo. Para lo malo, en cambio, nos bastamos nosotros. Digamos que somos capaces de producir milagros inversos. El periódico y los telediarios están llenos de milagros inversos en los que quien veía se queda ciego y quien hacía footing acaba en una silla de ruedas. En algunos casos, por pereza, o por tacañería. Quizá por no invertir en un aparatito que ponga a la máquina a 80 al llegar a la curva.