La militancia política del presidente del Tribunal Constitucional, Pérez de los Cobos, ha sido el detonante de otra crisis institucional en un país necesitado de que los órganos constitucionales funcionen correctamente y con plena independencia. Una de las razones más graves de la excesiva confrontación de nuestra política viene originada por la seria intromisión de los partidos en todas las instituciones, de modo que éstas, en lugar de ser o aparecer como tales, de todos y del Estado, se aprecian al servicio de unas siglas que logran su conformación mayoritaria y, posteriormente, intentan su control exclusivo.

Que la Constitución y la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional no prohíben a sus magistrados la militancia política es incuestionable y así se pronunció ya el TC en un auto del año 1988 en el que negó que ésta fuera una causa de recusación. Y es que los magistrados del TC no forman parte del Poder Judicial, no integran la carrera judicial, siendo nombrados por el Congreso, el Senado, el Gobierno y el Consejo General del Poder Judicial por periodos de nueve años y entre juristas de reconocido prestigio de diversas procedencias.

Ahora bien, que la ley no lo prohíba, no significa que la militancia en un partido no constituya un motivo del que derive una apariencia objetiva de parcialidad, una sospecha sobre la posible influencia en las decisiones con mayor calado político o con las directrices de la formación en la que se integre el magistrado. No se trata, naturalmente, de que existan dudas sobre la adscripción a una ideología política, lo que en modo alguno puede ser entendido como motivo de recusación porque todo el mundo tiene un pensamiento determinado, sino de una cierta relación de dependencia con un partido y con la política que desarrolla o propugna en casos concretos sujetos a enjuiciamiento.

Aparecen así dos realidades que deben valorarse: la ley, que no prohíbe la militancia y la misma Constitución, la debida imparcialidad, que sanciona con la recusación toda apariencia objetiva de falta de ésta. Y, sin duda, la militancia genera esa sospecha aunque se trate de una conducta no prohibida. No se trata de perder la imparcialidad en un caso dado, de imparcialidad contrastada, sino del riesgo, la sospecha, la mera apariencia, exigencias éstas que vienen impuestas constitucionalmente. Procede la recusación aunque el afectado se haya comportado con la máxima imparcialidad en el caso, porque la ley obliga a preservar la neutralidad incluso en las formas externas cara a generar la confianza de los justiciables y la sociedad.

Otra cosa es lo que el TC decida en los casos que se han anunciado y en los que se va a pedir la anulación de las sentencias pronunciadas por su ahora presidente, lo que no parece que pueda prosperar dada la firmeza de lo resuelto y la doctrina anterior del TC que, no obstante, si tuviera que entrar en el fondo, lo habría de hacer con sumo cuidado si no quiere afectar a su doctrina sobre la imparcialidad objetiva, impuesta, entre otras, por la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

Ahora bien, dicho esto, tengo que manifestar, de nuevo, mi sorpresa ante la facilidad que tenemos en España de entrar en lo particular y olvidar o negar importancia a lo general, es decir, a la causa de la que derivan los efectos, al sistema mismo que favorece situaciones mucho más graves que, sin embargo, se aceptan sin crítica alguna e, incluso, se valoran como paradigmas de la democracia.

Cuando el TC y el CGPJ son nombrados, como es sabido, por los aparatos de los partidos mediante negociaciones que ni siquiera se ocultan, se estructuran en bloques compactos que votan con aparente disciplina férrea en los temas centrales que representan las posiciones de los partidos que los han elegido, no hay fisuras en las votaciones y, si aparecen, se califican de escándalo o traición, complicado es ahora rasgarse las vestiduras por el hecho de una militancia que ni quita, ni pone a la excesiva dependencia de las instituciones de quienes las integran, bajo la presunción de que se les ha pedido lo que al fin y al cabo establecen como condición para el nombramiento.

Quiere esto decir que, así las cosas, la militancia no parece más grave que la no militancia, pues al fin y al cabo, las instituciones mencionadas funcionan bajo la aparente disciplina partidaria en la misma forma en que lo harían los militantes más fieles y comprometidos.

No digo, por tanto, que ser afiliado a un partido sea una ­conducta admisible y sin importancia. Entiendo, por el contrario, que afecta a la imagen de la institución, que genera apariencias de parcialidad que deben ser evitadas. Pero, a la vez, en un Estado en el que priman las oligarquías de los partidos sobre unas instituciones dominadas y sin auténtica personalidad independiente, manifiesto mi extrañeza por las reacciones de quienes, provocando dicha situación en la normalidad, tratan de obtener beneficios de lo que ellos mismos fomentan para su propio y exclusivo provecho. Al menos, de los afiliados sabemos su tendencia. De los demás, solo poseemos una presunción, pero racionalmente poco rebatible.