Causa estremecimiento saber que un hombre se ha sentado ante el juez y sin búsqueda alguna de subterfugios ha confesado que cometió un error imprudente cuya consecuencia ha sido la muerte de 79 personas y un número aún indeterminado de lesiones en otros viajeros a causa del tremendo accidente en la curva de A Grandeira, Santiago de Compostela. Estremece también que este hombre, el maquinista Francisco José Garzón Amo, tuvo la lucidez de declarar, juzgar y dictar condena sobre su propia actuación a los pocos segundos del siniestro, cuando exclamó que había encarado dicha curva a 190 kilómetros por hora, que era «humano» en el error, y que en el caso de haber muertos caerían «sobre mi conciencia». Ningún tribunal humano puede dictar semejante fallo y de tal dureza, a saber, que la conciencia del culpable se haga cargo de sufrir indefinidamente por los muertos que ha causado.

Por todo ello, Francisco José Garzón Amo es digno de una consideración especial, aun cuando es explicable que muchos de los familiares y de las personas afectadas por el accidente esperen que una firme justicia caiga sobre sus hombros. Sin embargo, su confesión limpia de toda huída y escamoteo merecería una atenuante, pese a la naturaleza correctiva de la justicia.

Una confesión de esta naturaleza es hoy completamente contraria a esa suma de malabarismos que todos los días proporcionan individuos públicos y partidos políticos envueltos en cientos de casos de corrupción. Nadie confiesa nada, nadie ha hecho nada. Tertuliano se preguntaba si es «mejor ser condenado en secreto que perdonado en público», pero lo vigente es que todo corrupto huye de ser condenado en público porque tal vez espera ser perdonado en el secreto de su formación política, donde está rodeado de individuos en semejantes circunstancias.

Pero el maquinista Francisco José Garzón Amo no se ha refugiado en la búsqueda de una escapatoria, o, al menos, de una atenuante, técnica o ferroviaria. En su declaración no ha habido apelaciones al estado de la vía, de las señales, de las balizas o del propio tren. Con un lógico sentido de solidaridad, numerosos maquinistas, hombres de su sistema, de su «partido», han llamado la atención sobre la dificultad, en caso de descuido, para frenar en la zona del accidente. También han deplorado que un adecuado sistema de asistencia en la conducción no ampare al maquinista.

Tal vez todo ello no sirva de nada en el proceso, pues el juez atenderá a la responsabilidad exclusiva de un conductor al frente de los mandos. Pero si a Garzón Amo no le sirven de atenuantes, al menos se podría esperar que la administración ferroviaria aplique enmiendas a ese «somos humanos» (y erramos), que exclamaba el maquinista antes de decir que «los muertos caerán sobre mi conciencia», una frase tan estremecedora, además, como aquella que un cruel evangelista puso en boca de los judíos una vez que habían conseguido la condena de Jesucristo: «Caiga su sangre sobre nosotros, sobre nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos». Al menos, Francisco José Garzón Amo ha tenido también la decencia de comprometer únicamente su conciencia. Rogamos justicia justa.