El presidente de la Generalitat, Alberto Fabra, compareció el pasado viernes, tras el pleno del Consell, para hacer balance de sus dos años de mandato. Al margen de reiterar su línea roja con la corrupción, anunció el arranque del proceso para modificar el Estatuto de Autonomía y reducir en veinte el número de diputados autonómicos. El marketing de la propuesta se basa en el ahorro anual que la medida supone, alrededor de 730.000 euros, cantidad ínfima si tenemos en cuenta que el gasto que en cada ejercicio presupuestario acumulan las arcas de la Comunidad en asesores, nombrados directamente por la administración de Fabra, se eleva a casi ocho millones. La medida pretende otras aviesas intenciones. Al reducirse el número de escaños se favorece, manifiestamente, al partido más votado, y por ende, se busca una vía que les ayude a amortiguar la caída que los expertos demoscópicos predicen y a mantener, aunque reducida, una mayoría parlamentaria en detrimento de los partidos minoritarios. No tendrá el PP nada fácil lograr ese objetivo, habida cuenta de que para validar la reforma electoral necesita dos tercios de los votos en las Cortes Valencianas y por lo tanto deberá recurrir necesariamente a los grupos de la oposición. O bien al PSOE. O bien a Compromís y Esquerra Unida, juntos. Ni uno, ni otros están por la labor, por lo que la iniciativa quedará tan solo en arma de confrontación dialéctica reducida a la batalla política. El líder de los populares valencianos debería haber aprovechado la ocasión para recoger el guante lanzado por una cada vez más amplia corriente de la opinión pública, y haberse atrevido a plantear una verdadera reforma electoral, con listas abiertas y con circunscripciones mejor representadas, con el espíritu de lograr una democracia cada vez más participativa. Eso es lo que demanda la calle. Aunque eso son palabras mayores para el sistema bipartidista actual, que reniega de una reforma de tal calado.