La izquierda ha sido siempre muy dada a enredar. A enredar-se, en concreto. Mientras que la derecha suele ir recto y sin titubeos -salvo malas rachas en que, queriéndolo hacer, no puede- la izquierda tiene una afición al vértigo que la esteriliza. Seguramente hay una genética histórica en ello: la izquierda tuvo que liberarse de las cadenas más fuertes para poder hacer política y, luego, salvo que su conformismo se acercara a lo repugnante, siempre ha dudado de sus propias fuerzas ante la maraña de «poderes privados» dispuestos a conservar privilegios pese al dictamen de las urnas. Y eso se aplica a las izquierdas que se encontraron enfrente con animales golpistas o a las izquierdas cautas que creen que han de ser siempre más cautas ante los rebuznos del obispo o del ideólogo de turno. La paradoja es que la izquierda ha tejido de sí misma una épica de la valentía que ha tenido, en demasiadas ocasiones, que rendirse a un realismo del temor ante los hechos políticos cotidianos. A veces se ha llegado a puntos de equilibrio y la izquierda ha hecho uso de una positiva prudencia que, sin dar argumento a los que están dispuestos a dividir a la sociedad, ha permitido avances que se han consolidado.

Pues en esas estamos en este lugar que yo sigo denominando País Valenciano por aquello de las querencias de la Transición: en esto nos vencieron, pero no es preciso que nos dejemos quitar las palabras desde el fondo de la garganta. Esto no es sólo un excursus: igual que la enésima muestra de salvajismo que retrotrae el origen del valenciano a los íberos, nos recuerda de que la inquietud regionalista de la derecha valenciana, con la exactitud de un sismógrafo, predice las vísperas de su propia derrota. Por eso, quizá, mejor no entrarles mucho al trapo y si yo me acabo de contradecir es porque, total, conmigo ya andan enfadados. Sea como sea, lo esencial es que las izquierdas estén a lo que deben estar: a la estrategia de la victoria y no se distraigan ni con los jeroglíficos del futuro ni con los muertos del pasado. Pero he aquí que a la izquierda ya le ha entrado el vértigo: ¿y si ganan?

Llevo bastante tiempo diciendo que la izquierda debe vencer y que no debe bastarle con que la derecha pierda. Y es que, aunque parece lo mismo, no lo es. El PP está cabalgando una inercia infernal: cuando todo gira en torno al egoísmo de los poderosos, a los recortes y a la corrupción, ellos enarbolan la bandera del egoísmo, de los recortes y de la corrupción. Y no pueden arriarla sin romperse en mil pedazos, lo que podría ser peor. Porque la única esperanza que tienen es resistir unidos, en un Álamo-barraqueta, por ver si los vestigios de redes clientelares y los errores ajenos les dan para un pacto con las tropas frescas y angelicales de UPyD.

Lo que pasa es que la izquierda está siendo capaz de hacer los deberes a medias. Sólo a medias. Primero porque entre sus diversas expresiones se sienten obligados a pelearse, primaria o secundariamente. Porque el vértigo suele expresarse en una confusión venenosa: la que impide distinguir la ideología y la ética de la política, es decir, la que no diferencia el instrumento de su fin ni la materia prima de ese mismo instrumento. La izquierda, a menudo, ha necesitado un martillo y ha ido a por la mina y el bosque o ha cogido el martillo y se ha empeñado en operar con él una apendicitis. Conclusión: lo más habitual es pelearse para decidir qué es un martillo. La diferencia, ahora, es que la izquierda, en su conjunto, quizá no pueda impedir que pierda la derecha. Y allá que te la puedes suponer peleándose por ver quién agarra el martillo -y alguno sacará la hoz- o dejando olvidado el martillo y cogiendo un bisturí para hincar clavos. Que lo que necesita es una navaja suiza, sutil y polivalente, es algo de lo que aún no se han sentado a hablar.

Y viene todo este galimatías ferretero a recordarnos que ya pueden pasarse desde hoy hasta la madrugada electoral rehuyendo la nefanda palabra «tripartito», pero las sumas sólo se hacen con las cifras que existen. Ese recelo a la palabra, que, en algunos casos, es pavor a la cosa, es la primera traición a uno mismo, porque significa aceptar que la debilitada derecha te haga la agenda. Otra vez. Y no digo yo que no quepan soluciones más flexibles, maneras más sibilinas de organizar el discurso. Pero, tarde o temprano, o hay un Consell apoyado por PSOE, Compromís y EU o lo habrá del PP y UPyD. ¿Es tan complicado entender eso? Vale: que los dirigentes no digan la palabra, no sea que se desmaye la Mare de Déu dels Desamparats, se hundan las Columbretes o se desgarre el Puig Campana, pero que vayan haciendo pedagogía social con la idea. Y que no se empeñen en debilitar al adversario de izquierdas. Al fin y al cabo se trata de rescatar lo mejor de su propia experiencia -bueno: que algunos socialistas se queden quietos y callados, pues es en lo único en que pueden ayudar- y dirigirse al pueblo en busca de complicidades. Que pregunten a esa densa red de asociaciones que movilizan lo mejor de la sociedad valenciana. Que no empiecen a pasturar la hierba frustrante de la rutina: que sigan alimentándose de imaginación. Que conviertan la esperanza en activo político. Que venzan con prudencia, la virtud de los valientes. Pero que venzan.