A mis estudiantes durante el curso que ha tocado a su fin

En un amplio artículo de opinión publicado por El país (11/05/2013), Hans Küng ha expuesto su valoración de los ademanes y los gestos del Papa Bergoglio durante los primeros meses de pontificado. Leerle entraña casi un placer en vías de extinguirse: el de asistir al diálogo del gran pensamiento teológico del postconcilio con los desafíos de hoy. El texto de Küng gira en torno a varias preguntas clave: qué significa Francisco (de Asís) para la historia de la Iglesia, qué implica el hecho de que el nuevo Papa se haya situado bajo su patronazgo y cuáles pueden ser los reparos y adhesiones que encuentre.

Así, «Francisco de Asís representaba y representa de facto la alternativa al sistema romano». Dicha alternativa -prosigue Küng- dista de ser pasado: «Las preocupaciones centrales de Francisco de Asís, propias del cristianismo primitivo, han seguido siendo hasta hoy cuestiones planteadas a la Iglesia católica y, ahora, a un Papa que, en el aspecto programático, se denomina Francisco: paupertas (pobreza), humilitas (humildad) y simplicitas (sencillez)». Esas preocupaciones «se deben tomar en serio, aunque no se puedan poner en práctica literalmente sino que deban ser adaptadas por el Papa y la Iglesia a la época actual». Podría suceder por medio de «pasos reformistas bien pensados, planificados y correctamente transmitidos en consonancia con el Concilio Vaticano II».

Al día siguiente -¿casualidad, propósito?-, el diario Abc abría su edición con una «Tercera» escrita por mi querido Olegario González de Cardedal. Bajo el título Dilaciones y demoras, González de Cardedal pone el dedo en la llaga al apuntar a la impaciencia como germen de inmadurez en la sociedad contemporánea. Se propone individualizar cuatro órdenes «en los que no se llega de golpe al final y en los que los procesos constituyentes no se dejan violentar»: la comunicación personal, la enseñanza, el amor y la creación intelectual.

Esos órdenes no consisten sólo en entretener(se), transmitir información, satisfacer una pulsión biológica o producir un resultado aceptable: «Está en juego el espíritu y no solo la razón instrumental, apta para saberes acumulativos, cuantitativos, pero no para aquel reino de la realidad que es lo personal y espiritual». En ellos está en juego la persona. Llegados a este punto, añade un quinto orden en el que la paciencia resulta clave: la vida eclesial. Y refiriéndose a Yves Congar alude a Küng. Congar «enumera como tercera condición de la verdadera reforma en la Iglesia: "La paciencia: el respeto a las demoras", y junto al aprecio por Hans Küng muestra cómo su error es olvidar que la verdad llega con pasos serenos y que no se deja imponer».

Escucha esmerada y delicadeza en la crítica son enseñas del diálogo intelectual. Y Olegario las enarbola con maestría. Tanto en la existencia singular como en la colectiva, para ajustar la propia vocación a los signos de los tiempos se precisa la reflexión sosegada. Pero estamos sumergidos en una inédita aceleración cultural. Pensemos por un momento en la diferencia entre el imaginario de nuestros abuelos y el nuestro; en la globalización galopante; en las posibilidades tecnológicas para la participación democrática y para la distribución del saber y la riqueza. O reparemos en su reverso sombrío: la mercantilización de la existencia; el vaciamiento de la política; la pauperización intelectual y económica. En este marco, realidades como la Iglesia católica -por definición, semper reformanda- están llamadas a construir. Pero el progreso humano no se da de forma automática ni irreflexiva: requiere tiempo y voluntad.

«En todas partes predomina una indecente prisa», afirmó un autor alemán; en cambio, «hay que acostumbrar el ojo a la calma, a la paciencia, a dejar que las cosas se acerquen». Era Friedrich Nietzsche quien escribía esto en El crepúsculo de los ídolos. Y es que el gozne del Universo estriba en dejar que el fruto llegue a su sazón. Es -así la llamaba mi querido Carlo Striano- la paciencia de los naranjos, de los limoneros, de los cerezos. Su secreto.