La velocidad quiso guarecerse en un recodo curvo, apearse a tiempo€ pero llegaba demasiado crecida. Como la vida, que no tiene por costumbre avisar de un giro hasta que su sombra lo oscurece todo en un segundo irreparable.

Volaba -diría-, aquel convoy, sobreabundantemente furioso. Un fallo humano, cabe en el desenlace, que no reparará jamás la historia, ni acaso levemente el transcurrir de unos años condenados ya a la parcialidad, a la orfandad, al inútil interrogatorio del ¿por qué a mí? ¿Por qué a ella? ¿Por qué a él? De eso estamos hechos, a fin de cuentas, los humanos: de fallos, muchas veces sin el botón de marcha atrás, sin retroceso posible...; y de fallas, que yerguen grietas separadoras entre los que parten prematuramente y los que maltrechos por siempre, quedan€ buscando razones, recordando llamadas, momentos lindos, besos, guiños a ese ojo enamorado que atiende solícito con sonrisa entregada; o hallando pesares, también, arrepentimientos que a uno por dentro lo rajan, lo descuartizan: un perdón no ofrecido, una frase hiriente, un grito, un desplante, una traición€

Llovió aquella tarde sobre Santiago, con su paraguas perpetuo de verano. Pero esta vez no pudo licuar el llanto, aun siendo la lluvia tan fina y suave por aquellas tierras€, ni siquiera diluir pudo la pesadez de una atmósfera cargada de un acero convertido en miniatura inocente y cruel. Sí acaso, esparcir la rojez sobre una tierra desconchada, sobrecogida, como harina roja escupida al viento, sin termómetro de dolor, ávida de sangre, tupidamente, con la saña de una ventolera iracunda que no se presentó€ y que cubrió la mole de metal convertida en palillos de un duelo desconsolado y eterno. Dijo el maquinista antes de conocer la barbarie, que no podría soportar una muerte a causa del descarrilamiento. Una sólo, repitió, sería su tumba. En esos momentos inmediatos, aún albergaría la duda, o la esperanza de un accidente con el adjetivo de incruento o aparatoso, en su mejor caso. ¿Cómo llegará a entender el alcance de lo que ha ocurrido, este pobre hombre?

Más allá de investigaciones, que el tiempo traerá, de esclarecimientos, de causas, este maquinista ha firmado la peor de las sentencias: la agonía de sobrellevar tanta muerte a sus espaldas. Por encima de que más adelante puedan determinarse errores técnicos, mecánicos, informáticos, de infraestructuras y demás. Y es que el juez más severo reside en nuestro interior, en nuestra conciencia, no en el Tribunal que habla entre cementos y códigos. Ese juez propio no entiende de atenuantes, ni de buenas conductas. No concede grados. Gota a gota, mata. Día a día. Hora a hora. Como a las familias, a los supervivientes. Cada uno de ellos sujeto por siempre a su juez condenatorio, a jornada completa. Como diseñado en exclusividad para que ninguno se tropiece en la mañana una razón para levantarse. Ni la causa del siniestro, ni la condena que la Justicia dicte, servirán de contrapeso a ese veredicto íntimo y demoledor que ya circulará eternamente por sus venas. Un juez personal y doloroso que jamás responderá ni aliviará la gran pregunta: ¿Por qué a él? ¿Por qué a ella?... ¿Por qué a mí?

Ahora ya podemos zambullirnos en nuestras insoportables congojas diarias. Un jefe que no trago, un coche que no anda, una letra que no atiendo, un amigo que no escucha, un calor que acogota... Una comida que no gusta. Un esmalte que no coge. ¡Un político cabrón! En fin, estamos autorizados. Seguimos vivos para la queja. Afición nacional, hasta que pase algo. Algo sin replay posible. Así somos, manteniéndonos en el filo alambre de un inconformismo absurdo y real, quejicoso y lastimero. Hasta que pasa lo que pasa. Porque todos podemos ser Santiago, un día. Cualquiera. Mañana mismo. Bastará un poco de prisa.