Hace poco un amigo me llamó desde su móvil y desde su barco. Uno tiene amigos con estas cosas como otros tienen un tío en América o Alcalá y España un presidente de Gobierno, de esos que ni es amigo, ni es tío ni es «ná». Y no es porque mi amigo no sea un buen amigo en tierra sino porque en esas tesituras marinas a mí no me encuentra ni de lejos por motivo de mi voluntaria, aireada y consciente alergia al mar y casi todo lo que le rodea, incluyendo el mar.

El caso es que en el transcurso de la marinera conversación su hijo, de corta edad, empezó a llorar, o se puso marinero que es lo mismo, porque se había retorcido un dedo con? pongamos que con la cornamusa que es un término de lo más pijo. Por el tono del llanto del chaval, más bien un politono, intuí que se había amargado como el culo de un pepino de los de antes. Inmediatamente su padre, mi navegante amigo, el barquero de Sevilla, el lobo de mar -qué buen turrón marinero- cual Jasón paterno en busca del vellocino filial terció en la conducta del niño echando mano de conjuro basado en la psicología folklórica al grito de ¡susto!, ¡susto!, ¡daño no!, ¡susto! Y el niño calló inmediatamente y siguió metiendo el dedo, estoy seguro, en cualquier otra parte. Como si lo hubiese visto.

Y se me ocurrió que esto del cambio personal influido por el contexto puede ser una buena teoría para explicar la deriva de Rajoy antes y después de pernoctar con Bárcenas al igual que le pasó a Robinson Crusoe antes y después de convivir con Viernes o al hijo de mi amigo antes y después de oír el aquelarre de su padre. Seguramente sí aunque está claro que de estos tres casos el más televisivo es el del náufrago perdido y amarrado a su amigo, donde la relación establecida, fructífera y positiva, solo fue interrumpida cuando el agua ya llegaba al cuello de nuestro presidente y a los genitales de sus correligionarios mientras su examigo/tesorero, por el que un día puso la mano en el fuego, ingresaba en la cárcel. Quiero decir que, al igual que Robinson en lo personal, Rajoy siempre tuvo unos rasgos políticos concretos, y una mano quemada, que solo se manifestaron o intensificaron tras el cambio de circunstancias a raíz de su siniestro total con Bárcenas. Sin embargo, esos rasgos atribuidos a nuestro presidente puede que no fueran concluyentes y don Mariano, desde que respira en ese entorno hostil y tóxico, intenta demostrarnos mediante comparecencia real y parlamentaria, su buenismo y que su conducta ha ido modificándose por el bien de los españoles. No como aquel representante ciudadano coherente que entiende que la política es un proceso y no un estado permanente sino más bien al entender, personal o influenciado por los hechos, que la verdad solo la puede asumir y tolerar si la descubre él solito por encima de esa certeza personal encerrada en sobres que nada tiene que ver con la realidad española. Pero, ¿ha cambiado Rajoy? No me lo creo pues la cabra reincidente siempre tira «pal» monte.

Rajoy intentará -arrieritos somos- en comparecencia ni plasmática ni ectoplásmica, comportarse ante los españoles como mi amigo ante su hijo: mientras los ciudadanos sentimos con extremado daño las consecuencias de su ideología y de sus políticas intentará, mediante su persistente psicología folklórica, demostrarnos que el presente sigue siendo un susto momentáneo de herencia socialista. Igualmente aireará que está «trabajando en ello» para que el futuro no sea igual. Y que Bárcenas ha infligido un daño irreparable a su persona y a su partido mientras muestra todas las características de su «yo político ideal» sacrificado en la pira de la maledicencia y que está exhausto de trabajar para satisfacer todas las exigencias de ese clamor popular que le recuerda todos sus «deberías». Al tiempo intentará ocultar su «yo político real» fracasado, plasmático, cínico, fantasmal y abochornado mientras su partido, convertido en un psiquiátrico, intenta distinguir al loco del cuerdo sin que por el momento lo haya conseguido.

La cuestión que toca a muchos españoles no es ya dilucidar, otra vez, si una rata que ha visitado nuestro saco de grano volverá a hacerlo o no, sino explicar por qué ya no les amargan los pepinos mientras les están dando, políticamente, por donde antes lo hacían. Y sin saber explicar si el acto en sí les produce susto cuando en realidad es daño. Inmenso daño. Como el que se retuerce, querido y marinero amigo, el dedo con la cornamusa.