En tiempos de crisis parece lógico que la lucha por tapar las rendijas que sirven para evadir dinero a las arcas públicas se haya convertido en una prioridad a nivel mundial o al menos, esa es la impresión que han querido proyectar los ministros de Economía y Finanzas del G-20, reunidos en Moscú el pasado fin de semana y que han presentado un plan de acción elaborado por la OCDE para combatir el fraude fiscal, tanto de personas físicas como de corporaciones. Lo cierto es que el grupo, lleva siendo consciente del estrangulamiento económico que existe en todo el mundo, sin duda provocado por la capacidad de las multinacionales para desplazar beneficios a los países con menor carga fiscal, desde hace mucho tiempo. Basta recordar la cumbre de noviembre de 2012 celebrada en la ciudad mexicana Los Cabos y en cuyo texto leemos: «Vamos a asegurar que el camino de la consolidación fiscal es el apropiado para sostener el crecimiento» o las frases pronunciadas por el expresidente francés Nicolás Sarkozy al término de la cumbre de 2008 celebrada en Washington: «Deberíamos plantear el sistema financiero desde cero como en Bretton Woods»; y después de la Cumbre de Londres en 2009, cuando proclamaba que estábamos en la «era de fin del secreto bancario». Frases redondas que nos sirven de ejemplo para entender que la euforia que sigue a estas reuniones siempre acaba relativizada por los hechos.

El G-20, como tantos otros organismos multilaterales, se enfrenta a los problemas económicos cuando estos han adquirido una dimensión que los hace difícilmente manejables

Ciertamente, uno de los aspectos más definitorios de la globalización es, precisamente, el dominio tan absolutamente abrumador que un reducido número de empresas trasnacionales puede llegar a ejercer en el comportamiento de políticos, gobiernos y ejércitos si consideramos que, la cifra de negocio anual de estos gigantes es nada menos que la cuarta parte (26,3%) de la producción mundial, crece a un ritmo doble de lo que crece el Producto Interior Bruto de los 29 países industrializados que integran la OCDE, y supera ya a la producción total sumada de los otros 182 países que no forman parte de la OCDE, pero donde vive la inmensa mayoría de la humanidad.

Si a todo lo anterior, le añadimos la competencia absolutamente desleal entre países para atraer los beneficios que a cada uno de ellos le genera la inversión de multinacionales extranjeras y que da lugar a situaciones como las que observamos en países como Chipre dónde el impuesto de sociedades tributa al 10%, Irlanda lo hace al 12,5% mientras que en España se tributa entorno al 30%, la tarea que para el próximo mes de septiembre se han impuesto los mandatarios del G-20 para situar la economía global en «la senda del crecimiento más seguro, más firme y más equilibrado» resulta ser muy poco creíble y lo que es peor, una vez más, se pone de manifiesto el estado crítico en el que se encuentran las bases del orden económico mundial.