Si a alguien le parecía soso el verano, el edil de Gandía, con su decisión de mover la escultura de Antoni Miró de su emplazamiento original en esta ciudad, anima la polémica. Aunque más que polémica nos gustaría que se estableciera un debate, sobre las esculturas en la calle, en los términos propios del arte y del urbanismo, pues es realmente necesario. Estamos acostumbrados a que los alcaldes o concejales de Cultura decidan qué esculturas se ponen en el espacio público, sin un concurso público ni el asesoramiento de expertos independientes que argumenten y justifiquen una decisión de este tipo. Y, así, cuando un alcalde de un partido es sustituido por otro con otros intereses, pues lo que ha hecho uno lo cambia el otro. En Gandía esto ha sucedido con esta escultura de Antoni Miró, 25 de abril 1707, conmemorativa de la Batalla de Almansa, pero también con los Pinotxos de Artur Heras, una obra con motivos básicamente infantiles, que fue retirada de su emplazamiento original, con la remodelación de la emblemática plaza del Rei En Jaume, hace ya casi dos años.

Estas decisiones unilaterales solo provocan polémica y excluyen el debate artístico, pues en ese mismo ejercicio de poder arrasan con las ideas, con el conocimiento artístico. Ahora se defiende o ataca una obra sin argumentos artísticos solo políticos. El valor de la obra queda ocultado y se cae en la banalidad más absoluta y en el desinterés de la ciudadanía por la obra de arte en la calle, que casi prefiere que se ponga un centro comercial o una fuente lo más anodina posible.

En Alicante, hemos asistido a la instalación de esculturas que nada tienen que ver con la ciudad. Obras de artistas, como de Soto o Ripollés, que ellas mismas evidencian la falta de consenso o de un estudio mínimo que contraste sus propiedades para el espacio urbano donde se ubican. Si la escultura de Ramón de Soto no tiene el mínimo desarrollo espacial para proyectarse en las diferentes perspectivas que se crean en la confluencia de vías en la entrada a Alicante por la avenida de Denia; la escultura de Ripollés, en la Explanada, se anula en este espacio abierto al mar y ante la fachada más importante de la ciudad. No hay criterios artísticos de base que sustenten ni la elección ni la ubicación de estas obras. Pero si cambiara el partido político y se decidiera su reubicación, ¿volveríamos a repetir el mismo acto de prepotencia?

Entiendo que para que no sucedan estas cosas se debe establecer un protocolo, con un comité de expertos independientes, por el que se decida la selección de la pieza y su ubicación. Un protocolo que contemple las maneras de reflexionar sobre nuestro entorno, de remediar los posibles errores, incluso con el voto del sector de las artes visuales. Estamos en democracia y la gestión del arte en la ciudad es el medio más evidente por el que se puede crear democracia, o todo lo contrario.