Que este país necesita una regeneración ética, es algo que nadie discute. Nuestra democracia está dañada por culpa de unos partidos políticos que la han sustituido por una clase oligárquica que todo lo domina y controla, que nombra candidatos sin más requisitos y méritos que su capricho y el mantenimiento de su poder interno, que designa a los integrantes de las instituciones con las mismas condiciones, esto es, su voluntad e intento de perpetuarse y que ha fomentado la corrupción como forma de financiación ilegítima de sus organizaciones.

La regeneración, por tanto, pasa, de manera inexcusable, por una modificación sustancial de la Ley de Partidos, por un reforzamiento de la democracia interna de dichos partidos, por un incremento decisivo de los controles externos de los mismos, por la independencia real de las instituciones ahora regidas por la voluntad de los aparatos de los grupos mayoritarios. Unos pocos gobiernan absolutamente este país. No hay otra solución.

Para acabar con la financiación ilícita, sería conveniente limitar los ingresos de los partidos a los derivados de las cuotas. Eso terminaría con los profesionales de la política, salvo los cargos en activo, pero, a su vez, fomentaría la democracia interna, pues los militantes tendrían voz y voto eficaz. De ellos dependería la subsistencia del partido. A su vez habría que avanzar hacia las listas abiertas de verdad. Y, como consecuencia, la libertad de voto de los nombrados, sin sujetarse a disciplinas férreas contrarias a los principios democráticos. Medidas drásticas, es verdad, pero inevitables como ha demostrado la experiencia.

No es la penal la vía adecuada para poner soluciones a la situación que vivimos. En un país democrático, el derecho penal se rige por el principio de intervención mínima, de modo que solo pueden ser calificadas como delito las conductas graves y sujetas a condiciones estrictas, debiendo ser enjuiciadas con respeto a todos los derechos que la Constitución proclama. Sólo los Estados autoritarios y los totalitarios amplían su Código Penal a conductas que no lo merecen. Y sólo tales Estados se rigen por procesos inquisitivos.

No sería propio de una democracia ampliar los delitos a conductas que no fueran proporcionadas a la gravedad exigible, convertir en delito lo que no debe ser. Y, tampoco, suprimir las garantías básicas en el enjuiciamiento. Este tipo de discursos son peligrosos y generan graves daños al modelo democrático.

Otra cosa es la responsabilidad política, si bien, dicha responsabilidad dimana o debe dimanar de un concepto sobre lo que sea la ética política, la cual, como es sabido y evidente, no coincide con el de ética en su sentido general. De existir una ética política, lo que es dudoso -algunos lo consideran un oxímoron-, se mediría por los resultados, dicen ciertos pensadores, no por los medios utilizados para conseguir el fin. Sin ética política, no hay responsabilidad cierta exigible y menos por quienes practican la misma conducta indefinible. El uso arbitrario del criterio, su sometimiento a intereses inmediatos, no lo hace merecedor de atención, como se ha demostrado suficientemente. Su supeditación a valores instrumentales la descalifican y desvalorizan.

El uso del proceso penal, como sucede hoy con tanta frecuencia, para aprovechar el mismo en exigencia de responsabilidades políticas es inadecuado. Del delito derivan responsabilidades penales, no políticas. Y muchas de las instituciones procesales penales existen precisamente para lo contrario de lo que se quiere extraer de ellas, es decir, como garantía de derechos. Por ejemplo, la imputación, que no es fuente de responsabilidades, sino protección de la defensa. Utilizar el proceso penal para fines políticos, a su vez, genera una gran frustración social, pues la condena por la comisión de delitos se limita estrictamente a los hechos limitados de esta naturaleza, es excepcional en un Estado de derecho, de modo que imputar cuando los hechos no son delito buscando que se produzca otro efecto, conlleva, por cuanto la absolución es inevitable, una tremenda frustración social que no puede colmarse pidiendo más Código penal en lugar de un uso adecuado del mismo. Hay más soluciones en una democracia que las propias de los Estados autoritarios.

Es más, derivar en los jueces la responsabilidad política y el control de las decisiones de esta naturaleza, forzando la ley penal o extendiéndola, implica la derrota de la política y la atribución de ésta al Poder Judicial que, de este modo, pierde su imparcialidad al verse, de algún modo, influido por presiones sociales excesivas e investido de facultades ajenas a su función. Que los partidos renuncien a la política y se entreguen a los medios de comunicación y al Poder Judicial, merece ser analizado con atención. Que se conviertan en fiscales, preocupante. Que pretendan, igualmente, controlar a tal poder y ponerlo al servicio de sus intereses, grave. Meses llevamos que los partidos no hablan de política, a pesar de la crisis, siendo su discurso monolítico el de la exigencia de responsabilidades penales, las cuales, deben corresponder a la Administración de Justicia si a ellas se lleva su análisis.

En manos de los partidos políticos está la regeneración del sistema. De ellos es la responsabilidad, proporcional a su importancia. Sin partidos no hay democracia, pero tampoco con partidos no democráticos.