uno le cuesta escribir artículos de opinión que tienen como tema al Tribunal Constitucional, no sólo porque puede resultar tedioso para el lector, sino porque pudiera parecer que hay algo de personal, alguna fobia escondida en el que escribe.

El Tribunal Constitucional es una pieza decisiva del sistema constitucional del 78. Es un órgano tan importante que, sin él, en términos jurídicos, el sistema en su totalidad andaría sin rumbo, directo a la descomposición y al albur de una extrema politización. La legitimidad que aporta el Tribunal es necesaria para mantener los poderes a raya y para restablecer la supremacía de la Constitución en todos sus niveles, cuando esa supremacía se ve vulnerada. Tal como ocurre con la ley electoral en el plano político, que sin consenso suficiente y sin razonabilidad sería una ley inicua, el Tribunal Constitucional debe brillar con la luz de la independencia en el ejercicio de sus funciones y se espera de él que no sólo lo demuestre, sino que lo confirme en cada uno de sus nombramientos.

De ahí que, a pesar de que su tarea tiene que discurrir en el filo de la navaja de la política y el Derecho, es éste último el que debe prevalecer finalmente en sus resoluciones. Y este es el motivo por el que se le rodea de una serie de garantías para evitar su parcialidad, exigiendo a sus magistrados y magistradas el respeto a un régimen estricto de incompatibilidades que comparte con los jueces y magistrados del Poder Judicial con el fin de evitar que su legitimidad de origen no se vea empañada ni sea motivo de escándalo. Además, se les exige, como bien se sabe, que reúnan requisitos profesionales relevantes, a lo largo de su trayectoria; es decir: la garantía de que su juicio será impecablemente jurídico, de tal suerte que sus sentencias sean verdaderamente complemento constitucional del sistema de fuentes del Derecho, al que todas las autoridades, así como los propios ciudadanos, se deben atener.

Es verdad que el desconcierto ciudadano, la indignación y la protesta justificada ante el espectáculo del poder en estos tiempos de crisis, arrastra consigo la desafección hacia las instituciones, a la que el Tribunal Constitucional no escapa. Y también lo es el reproche a que los partidos políticos, que controlan las instituciones, sean los que en la práctica proponen a los candidatos que han de ser ratificados por los órganos constitucionales.

Pero lo que ha sucedido con el nombramiento de Francisco Pérez de los Cobos como magistrado del Tribunal Constitucional y más tarde como presidente del mismo, rebasa todos los límites y todos los filtros tendentes a asegurar que, al frente de máximo intérprete de la Constitución, se sitúe a juristas independientes y neutrales más allá de la ideología y las convicciones que cada cual pueda tener máxime cuando los asuntos que resuelven tienen en muchas ocasiones una evidente carga política.

En el caso de Pérez de los Cobos se dan todos los ingredientes de la perversión que dañan el prestigio de las instituciones. Por parte del PP porque en su obsesión de colocar a personas extremadamente afines en los órganos jurisdiccionales no ha tenido empacho en proponer a un afiliado, que, como dicen los estatutos de tal partido, está obligado a defender la política y las actuaciones de su partido. Por parte del Senado, porque en su momento no fue capaz de escrutar su hoja de vida, ni preguntar sobre aspectos relevantes de su perfil. Del propio Pérez de los Cobos, porque omitió dolosamente desvelar su condición de afiliado al PP, un dato que la opinión pública y la ciudadanía tienen derecho a conocer.

Más allá de la sutileza jurídica de si Pérez de los Cobos es o no incompatible en su condición de afiliado al PP (aunque para mí no hay duda de que lo es, atendiendo al párrafo 2 del apartado 4 del art. 159, en conexión con el principio de imparcialidad), el golpe de credibilidad que este caso asesta al Tribunal Constitucional no tiene otro antídoto creíble y posible que la dimisión del magistrado. En cualquier país democrático que se respete a sí mismo, esto es lo que sucedería.