Francisca de la Rosa la sentenciaron a dos años de destierro porque un hombre que no era su marido le tenía puesto un brazo por encima de sus hombros.

Sobre las siete de la tarde del 4 de enero de 1717, el alguacil mayor Ginés Guerrero inició una ronda por las calles de intramuros de la ciudad de Alicante, acompañado por cuatro ministros ordinarios, subordinados suyos, y Pedro Juan Violat, teniente de alguacil. También iba con ellos el escribano Francisco Andújar, secretario de la Audiencia.

Casi eran las ocho cuando estos siete hombres se detuvieron en la calle del Postiguet, cerca de la pescadería, frente a una casa en la que habitaba una mujer «con sospecha del malvivir», según declararon posteriormente los componentes de la ronda. Por tal motivo el alguacil se acercó con sigilo a la puerta de la casa, que estaba entreabierta, y al oír en el interior la voz de un hombre, que hablaba en lengua extranjera, abrió aún más la puerta, descubriendo la siguiente escena: un hombre sentado abrazaba a la sospechosa, que también estaba sentada, pasándole el brazo izquierdo por el cuello; junto a ellos había otro hombre, de pie. De inmediato el alguacil irrumpió en aquella estancia, que era una cocina, seguido por sus ayudantes y el escribano.

La única reacción de las tres personas que estaban dentro de la casa fue la de mirar con sorpresa a quienes habían entrado sin siquiera llamar, al mismo tiempo que el hombre retiraba su brazo del cuello de la mujer. Pero bastó este gesto para que el alguacil reprendiera a la mujer, recordándole que ya la había advertido que debía «vivir bien», y ordenase a continuación que prendieran a los dos hombres extranjeros. Luego, mientras el alguacil y sus ayudantes conducían a los detenidos a la cárcel, el escribano fue a dar aviso a Francisco Esteban Zamora Cánovas, alcalde y juez, quien de inmediato se dio por enterado del posible delito, ordenando la apertura del proceso criminal, «porque conviene averiguar la verdad y con el castigo desterrar vicios y escándalos de la república».

Al día siguiente, después de tomar declaración en la Audiencia a los testigos de cargo, es decir, al alguacil y sus ayudantes, el juez Zamora interrogó a la sospechosa, auxiliado por el comerciante inglés Daniel Neuland Ducret, quien en su calidad de intérprete juró traducir fielmente. Se llamaba Francisca de Rosa, tenía 35 años, era natural de la villa irlandesa de Balabuey, hacía dos años que había venido a Alicante, donde se ganaba la vida lavando la ropa de extranjeros que pasaban por la ciudad. También expresó su estado civil, que era el de casada, pero el juez «le calla por la decencia de él», según apuntó el escribano Andújar. En cuanto a lo sucedido la noche anterior, Francisca de la Rosa explicó que uno de los hombres era un marinero que tenía recogido en su casa «por piedad» desde que, quince días antes, fuera despedido por el capitán del navío en que se hallaba embarcado; y el otro hombre era el criado de un caballero irlandés que se dirigía a Suecia, al que no conocía hasta la mañana anterior, que se presentó en su casa para pedirle que le lavase unas camisas, y que volvió de noche para decirle que necesitaba sus camisas para antes de marcharse al día siguiente a Valencia, donde le esperaba su amo. Momento este en que irrumpieron en la casa el alguacil y sus ayudantes. «¿Sabe que es escándalo y accion deshonesta que un hombre abrace a una mujer y largue con ella, y más en lugar retirado y a deshora de la noche?», inquirió el juez, a lo que respondió la irlandesa que no sabía que en Alicante fuese cosa escandalosa que se abrazasen un hombre y una mujer, porque en su país no lo era, sobre todo estando en una casa, y que ni siquiera fue tal cosa, pues el criado del caballero irlandés solo le pasó el brazo sobre el cuello cuando «le estaba encargando le tuviese prontas las camisas, para la mañana siguiente».

El juez nombró a Esteban Pastor, procurador de causas civiles y criminales, abogado defensor de Francisca de la Rosa, el cual alegó que nada inmoral había en el hecho de que la acusada estuviera en la cocina de su casa con dos hombres, aunque uno de ellos la tuviera abrazada, «ya que es normal entre la gente de esa nacion», y que de haber querido hacer algo indecente, habría tenido a buen seguro la precaución de cerrar la puerta de la casa, cosa que no hizo. Después presentó ante el tribunal a varios testigos: el tratante flamenco Gaspar Noblés, el tratante veneciano Bartolomé Guirardi, el tonelero Antonio Berenguer, el maestro carpintero José Galdó, y al comerciante inglés que había hecho de intérprete en el interrogatorio de ella, Daniel Neuland Dreuvet. Todos ellos conocían a la acusada y la mayoría eran vecinos suyos. Además de reputar a Francisca de la Rosa como mujer honesta, pese a que su marido hacía tiempo que se había ido, los testigos de nacionalidad extranjera hicieron hincapié en lo nada escandaloso que era el hecho de que la acusada fuese abrazada por un paisano suyo: «en Inglaterra, Francia, Alemania y los estados de Flandes, no es cosa escandalosa ni de nota, el abrazarse y besarse los hombres y mujeres, antes bien en dichas provincias es el corriente cortejo y saludo, de los naturales y estrangeros en aquellas, sin que por la referida familiaridad haya entre ellos presuncion mala, y en Inglaterra es mas corriente e introducido este estilo, y se reputa por grosera y desatenta, a la mujer que dejara de corresponder», afirmó por ejemplo el tratante flamenco, quien dijo saber esto bien porque «ha corrido los dichos reynos y ha practicado lo mismo en ellos, como vió lo hacían los demás».

Sin embargo, el 31 de marzo, el juez falló condenando a Francisca de la Rosa a dos años de destierro.

Este juicio contra Francisca de la Rosa (cuyo sumario original se guarda en el Archivo Municipal) es citado y comentado por Susana Llorens Ortuño y Verónica Mateo Ripoll en un artículo publicado en una revista de la universidad de León en 2002. En él dicen: «El silencio, la discreción y el recato se erigieron en los atributos que debían poseer las mujeres modélicas (en la sociedad del Antiguo Régimen); su quebranto y el desprecio de la norma otorgarían voz a las desenvueltas. Esta soltura alcanzaba diversos grados de desconsideración social, en función de las "liberalidades" manifiestas y probadas de tales mujeres. Entre quienes transgredieron la norma, mereciendo la calificación de "mujer escandalosa" o "mujer de mala vida", según los testimonios de delatores y jueces, encontramos a Francisca de la Rossa».

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