Ahora que a los políticos se les juzga, a un mismo tiempo, por hablar demasiado de lo que no importa o por callar más de la cuenta cuando tendrían que explicarse, me viene a la cabeza el nombre de Cal el silencioso, el presidente más taciturno de la historia de Estados Unidos. Acerca de Calvin Coolidge, hombre de pocas palabras, que subió al poder en 1923 tras la muerte de Harding, su predecesor en la Casa Blanca, existen legiones de anécdotas pero una de ellas define ejemplarmente su proverbial languidez. En una comida oficial, una dama se dirigió a él sonriendo para intentar doblegar su silencio a base de té y simpatía.

„Presidente, he apostado a que le hago pronunciar más de tres palabras.

Coolidge se limitó a responder: «Ha perdido usted» («You have lost»).

Y, como se imaginarán, calló. Coolidge no sólo creía que un gobierno mínimo era el mejor de los gobiernos posibles, sino que aspiraba a convertirse en el presidente más breve del país. No se puede decir que no lo consiguiese y si no hubiera sido porque más tarde vendrían otros que por razones accidentales o de otro tipo lo evitaron habría logrado convertirse en el más breve de todos los tiempos. No sólo por lo que permaneció en el cargo, sino por lo poco que se dejó ver en los asuntos que verdaderamente afectaban a la nación. Ocupó la presidencia el año que apenas quedaba del mandato inacabado de Harding y un período de cuatro más, 1924-1928, por derechos adquiridos en las urnas. Pero, en vez de intentar la reelección, le faltó tiempo para irse antes del crash del 29. Algunos de sus detractores sospechan que lo vio venir. Otros lo culpan de no haber hecho nada por evitarlo y de impulsar una forma de gobernar que hizo inevitable la depresión.

En el capítulo dedicado a la década de los veinte de su historia de Estados Unidos, Hugh Broganescribe de él: «Como presidente pensó que su deber era cuidar de la tienda, mientras los republicanos gobernaban el país a su antojo. Intervino en el proceso económico sólo para vetar las propuestas de los hombres más activos del Congreso... Su ignorancia era supina en asuntos relacionados con el exterior». De Cal el silencioso se decía que ponía más empeño en parar proyectos que en ponerlos en marcha. Incluso él mismo llegó a reconocer, con la parquedad que le caracterizaba, que frenar planes resultaba mucho más complicado y meritorio. Cal manejaba dos tijeras: una para recortar el gasto y otra para hacer trizas el presupuesto bajando los impuestos.

Durante años, la presidencia de Coolidge fue vista como una inutilidad. Disfrutaba de bromas pueriles como zafarse de sus guardaespaldas y luego esconderse debajo de una mesa mientras le buscaban desesperadamente temerosos de que se hubiera producido un secuestro. Era indolente: le gustaba dormir la siesta por las tardes e irse temprano a la cama, incluso en las cenas oficiales de Estado. No se le complacía fácilmente y tenía un temperamento de mil demonios.

Su sufrida esposa escribió en una ocasión que si llegaba a casa de mal humor se sentía aliviada de que al menos un empleado no hubiera tenido que padecer en el último momento su ira, pero que si regresaba sonriente era la señal de que casi seguro había arremetido contra alguien desde primera hora de la mañana. El mismísimo Coolidge admitió que llevarse bien con él no resultaba una tarea necesariamente sencilla. Éstos y otros rasgos de su naturaleza se han desplegado en los últimos años para vestir la incapacidad que le adornaba como presidente de Estados Unidos.

Sin embargo, existe desde no hace mucho una corriente de reconciliación con el personaje. La presidencia de Coolidge coincidió con un período de cambios dramáticos en la vida estadounidense. El censo de 1921 mostraba que por primera vez la mayoría de la población vivía en zonas urbanas. Empezó a extenderse una preocupación hasta el momento desconocida por el vicio y el delito en los nuevos barrios residenciales. La prohibición de la venta de alcohol no contribuyó precisamente a acabar con la delincuencia, sino todo lo contrario. La pérdida de los valores morales por parte de la juventud preocupaba a los mayores en los locos años veinte, nada por otra parte que no se siguiese detectando con el paso de las décadas, pero a muchos americanos les tranquilizaba que en tiempos de incertidumbre el imperturbable y silencioso Cal estuviese al timón.

Los hechos jamás le avalaron. Coolidge, en su discurso inaugural, había prometido acabar con los linchamientos, el trabajo infantil y los bajos salarios de las mujeres. Todo ello seguía en pie años después, cuando se retiró a su Estado natal de Vermont para el letargo de los largos y gélidos inviernos tan poco proclives a la socialización de la vida.