Los ricos suelen tener ideas extravagantes, si bien acomodadas a lo que permite defender su estatus. Si repasamos la historia de las ideas de esta clase de personas nos encontraremos con muchas sorpresas y un cierto hilo conductor. Se podría conjeturar que existe un inconsciente colectivo de los ricos, de muchos de los que figuran, por ejemplo, en la prestigiosa revista "Forbes".

Gina Rinehart es una de estas personas. Parece que este año superará a Slim, Jobs, Buffet, Amancio Ortega y otros, y encabezará el top ranking de los ricos con sus dieciséis mil millones de euros. Rinehart heredó una inmensa fortuna de sus padres, negocios centrados en explotaciones mineras en el norte de Australia, los cuales ha ampliado a otras actividades, entre las que no faltan -por supuesto- participaciones en importantes medios de comunicación así como el liderazgo en fundaciones filantrópicas, de las que también es dueña.

Como es natural, Gina comparte con la mayor parte de los ricos del mundo la ideología ultraliberal, por lo que se opone firmemente a las tasas que gravan la explotación de recursos minerales o la polución carbonífera. También es una decidida partidaria de la reducción del déficit y de los impuestos, así como de la desregulación de las finanzas, de acuerdo con el manual al uso.

Pero Gina Rinehart se está haciendo famosa, además de por su inmensa fortuna, por ciertas ideas que brotan, probablemente, de su inconsciente (o tal vez, no sólo de su inconsciente). En 2012 proclamó en un artículo de prensa que ya estaba bien de que los pobres se quejaran y gimotearan todo el rato y que lo que tenían que hacer era trabajar más y no perder el tiempo emborrachándose en los bares. Algo que escandalizó al Gobierno australiano, especialmente cuando Gina aseveró que los pobres sin empleo de su país debían fijarse en los trabajadores africanos, dispuestos a trabajar por un euro y medio al día.

La última perla de la rica australiana va aún más lejos. En una intervención difundida por YouTube, afirma sin pestañear que las parejas que ganen menos de setenta y cinco mil euros anuales deberían ser obligadas a esterilizarse mediante la práctica de la vasectomía o la ligadura de trompas. Sería, dice Gina, la manera de acabar de un plumazo con la pobreza y evitar que los pobres se multipliquen indefinidamente; por contra, Gina recomienda que, por encima de ese nivel de renta, las mujeres deberían de parir diez o doce hijos.

Un sencillo cálculo abocaría a miles de millones de personas pobres, yo entre ellos, a ser incluidos en programas masivos de esterilización (cosa que, de hecho, ya sucede a una escala menor en numerosos países). Las eficientes propuestas de Gina Rinehart no se distancian mucho de los planes que Susan George, en su novela, "El informe Lugano", atribuye a un grupo de ricos reunidos en un confortable hotel de Suiza con el fin de planificar el genocidio de los pobres, que copulan sin medida y sin un mínimo de responsabilidad. Susan Geroge, que por cierto prepara su "Lugano II", se centra en la crítica de lo que se conoce por "austericidio", otra manera eficiente de acabar con los pobres y de empobrecer a los que queden.

Pero decía que los excesos de Gina deben radicar en su inconsciente porque es una verdad asumida desde los orígenes del capitalismo, sublimada por sus más preclaros pensadores, que para que haya ricos tiene que haber masas de pobres, y que unos y otros están vinculados a su destino por cadenas invisibles. Es comprensible que una persona como Gina desee desembarazarse del enojoso asunto de los pobres y de su tendencia indecorosa a procrear, pero debería entender que, sin ellos, no sería tan rica.