Lourdes es maestra de infantil, felizmente embarazada, primeriza, es una mujer sana, en buena forma física. Como muchas otras maestras y funcionarias no tiene acceso al sistema público de salud sino solo a centros privados con los que la mutualidad general de funcionarios tiene convenio. Ella no lo sabe, pero las probabilidades de tener un parto normal son escasas. Las tres grandes clínicas privadas de su ciudad tienen estadísticas demoledoras: de cada diez partos cinco son cesáreas, en dos o tres se utilizará algún instrumento para tirar del bebé y solo un pequeño resto tendrá la fortuna de tener un parto sin complicaciones.

Pase lo que pase, probablemente será persuadida de que era lo mejor para ella y su bebé. Finalmente tendrá una hija sana, se obviarán con este argumento las posibles cicatrices en su cuerpo, quedará en suspenso, quizás, la duda en el ánimo, la sombra de sospecha o incluso de maldita culpa: ¿Era posible otro final de parto? ¿Podría haber dado a mi bebé otra bienvenida?

El concepto de violencia obstétrica está viajando desde países del sur hacia el norte. El término se ha incorporado a la legislación de algunos países latinoamericanos como una forma de violencia de género. La definición jurídica de violencia obstétrica es "la apropiación del cuerpo y procesos reproductivos de las mujeres por prestadores de salud, que se expresa en un trato jerárquico deshumanizador, en un abuso de medicalización y patologización de los procesos naturales, trayendo consigo pérdida de autonomía y capacidad de decidir libremente sobre sus cuerpos y sexualidad impactando negativamente en la calidad de vida de las mujeres".

Esta expresión está comenzando a sonar en España. Antes de usarla para el ataque o en legítima defensa conviene reflexionar con calma pues el concepto de violencia obstétrica no está exento de riesgos.

Tiene una parte de verdad incuestionable. En algunos casos, creo que más bien puntuales pero no por ello excusables, hay trato vejatorio e indigno, infantilizaciones prescindibles, intervenciones abusivas, comentarios inadecuados y falta de respeto sobre las mujeres que están de parto.

En otros casos, y me temo que aquí sí con cierta frecuencia, la medicalización inadecuada del parto actúa de forma institucional y mucho más sutil en contra del deseo de las familias que sucumben por falta de información o de alternativas. No se trata de la falta de humanidad o profesionalidad de los sanitarios, que en general es buena y con frecuencia muy buena. Tiene más que ver con la forma en la que se organizan los servicios, las normas internas, la dificultad de establecer una relación de confianza mutua entre las familias y los profesionales previa al parto, la resistencia de muchas familias para asumir su responsabilidad sobre el nacimiento de sus hijos, la toma de decisiones médicas desde una actitud defensiva ante posibles demandas, la reivindicación de competencias y responsabilidades entre matronas y ginecólogos, la gestión económica de la atención al parto en la sanidad pública y privada así como otros factores sanitarios, sociales, ideológicos y políticos.

No estoy seguro de que estas situaciones, menos personales y más institucionalizadas, las podamos clasificar como de violencia contra las mujeres. Es un debate en el que es preciso matizar mucho para evitar confusiones. Lo que sí es seguro es que tenemos un problema con relación al nacimiento de nuestros hijos. En la Comunitat Valenciana el resultado final de estas dinámicas es la tasa de cesáreas más alta de España, una situación que genera insatisfacción a muchas familias y profesionales además de un sangrante despilfarro en recursos sanitarios.

Quizás Lourdes, nuestra maestra de infantil, pueda apelar a sus derechos reconocidos en la ley española de atención al paciente y conseguir, para ella y su hija, un parto con mejor pronóstico que el apuntado por las estadísticas.

Para apoyarla, a ella y a todas las mujeres que devienen madres, hace tiempo que familias, asociaciones, colectivos profesionales, equipos de trabajo e instituciones sanitarias vienen trabajando por la humanización del nacimiento con iniciativas como la Estrategia de Atención al Parto Normal o la Semana Mundial del Parto Respetado.

Esperamos que esta labor permita entender que, lejos de las luchas de poder y batallas legales, el camino pasa por la confianza mutua, que nada tiene que ver con la confianza ciega. Plantear el parto desde el respeto posiblemente nos facilitará vivir nacimientos más satisfactorios para todos: los bebés, las mujeres, sus familias, los profesionales y las instituciones sanitarias.

La hija de Lourdes y los cerca de cincuenta mil bebés que nacen cada año en nuestra Comunidad siguen mereciendo este esfuerzo colectivo.