Los recientes episodios judiciales que se ciernen sobre algún miembro de la Casa Real han colocado a la Monarquía en una delicada situación que nos lleva a unas breves reflexiones, no solo sobre el alcance de la responsabilidad del monarca y de los miembros de la Casa Real, sino sobre la misma posición de esta institución en un Estado Social y Democrático de Derecho.

En la configuración de la Monarquía es lógica y bien conocida la inimputabilidad del Rey. Dado que la Monarquía no es, por definición, una institución que emane de la propia voluntad popular, el principio democrático impide, en consecuencia, que el Rey posea poderes propios y que sus actos tengan que ser "debidos" o, lo que es lo mismo, que estén predeterminados o sean decididos por otro órgano. Así pues, es consecuente con ello que no deba responder por actos que formaliza pero de los que no decide. Y todo esto, visto de esta forma y sólo así, encaja perfectamente con la democracia misma. La misión de una monarquía parlamentaria es entonces otra, que no poco importante: animar, advertir y ser informado, en palabras de Walter Bagehot ("the right to be consulted, the right to encourage, the right to warn").

No entraremos, por lo demás, a valorar qué ocurre con los actos del monarca en su vida privada. Pero sí diremos que dado el escaso -por no decir inexistente- desarrollo normativo de esta institución, y ante la falta de procedimiento alguno arbitrado al efecto, no es de recibo ni siquiera la responsabilidad por actos cometidos en el ejercicio privado: no resultaría tolerable que cualquier órgano judicial pueda juzgar al titular de la Corona, al que se colocaría en una manifiesta situación de indefensión. Pero sumémosle a ello dos argumentos más íntimamente unidos: ni con nuestra escasa tradición monárquica en democracia podemos permitirnos esta situación (todavía seguimos necesitados de que la Monarquía parlamentaria se asiente), ni el titular de la Corona puede colocarse en situación de cometer ilícito alguno (no sé si hasta el punto de decir que el Rey no puede permitirse, ni siquiera, ser humano). Y es que no hemos de olvidar, no sólo que estamos ante una institución -la Jefatura del Estado- que cumple un cometido esencial en el funcionamiento del sistema, sino que aquella ha sabido, además, ajustarse por primera vez en la historia al principio democrático y contribuir a su realización efectiva. Ahora bien, dicho esto y desde la perspectiva de una democracia que todavía intenta consolidarse, podemos hacer algo -mucho- por colocar a las instituciones donde les corresponde. Pensemos, por lo demás, que la crisis institucional que vivimos es todavía más grave que la crisis económica a que se alude frecuentemente: cuestionamiento del modelo territorial, desafección ciudadana, etcétera, y ahora, la jefatura del Estado.

La estabilidad democrática exige, y más con los tiempos que corren, el cumplimiento escrupuloso de los principios constitucionales. Empecemos por las propias instituciones públicas -incluida la Casa Real-: transparencia, rendición de cuentas, o impecable consideración a las reglas del juego democrático -lo que incluye el escrupuloso respeto a las decisiones judiciales, lo cual no parece deducirse del último comunicado de la Casa Real-.

En este contexto creo que una cuestión debe quedar clara. El status del Rey no es aplicable a los miembros de la Casa Real. Las cuestiones que sobre la irresponsabilidad del monarca hemos planteado no son sin más extensibles al resto de la Familia Real, integrada desde este punto de vista por personas normales y corrientes. Pero ello es así con un matiz particular que cambia algo las cosas. La figura de la Monarquía, como decíamos con anterioridad, no se mide por el poder efectivo que ejerce, pues sus poderes no son propios. No tiene, como solemos decir, "potestas". Pero esa capacidad para animar, advertir o exigir información se traduce en una no menor fuerza: su autoridad (su "auctoritas"), o su capacidad para transmitir serenidad, equilibrio y moderación a una democracia. Su imagen, si se quiere, durante todos los días y en cualquier situación. Una institución no democrática que paga el precio de integrarse en el conjunto de los poderes del Estado a través del hecho de ser valorada o juzgada, no por el poder -que no lo tiene ni lo ejerce-, sino por la imagen y autoridad que transmite, siempre y en cualquier momento. Y para construir esta imagen y esta autoridad, para contribuir al correcto funcionamiento de la institución monárquica, sí es importante lo que les suceda a los miembros de la Casa Real. Por ello, creemos que a éstos debería resultarles de aplicación el mismo fuero judicial que a otras instituciones, sin que parezca lógico que cualquier órgano judicial pueda conocer de las causas contra los miembros de la Casa Real.

La conclusión es clara: respeto del Estado de Derecho por las mismas instituciones, en un Estado de Derecho que también respete las instituciones mismas, en un perfecto equilibrio que ahora no existe.