"Es mi deber: no quiero ser cómplice. Todas las noches me desvelaría el espectro del inocente que expía a lo lejos cruelmente torturado, un crimen que no ha cometido".

Esta frase, escrita por Émile Zola, en su famosa carta abierta dirigida al presidente de la República Francesa, clamaba por la injusticia cometida con el capitán Alfred Dreyfus y quiero, con su permiso, acusar a los verdugos actuales, los conocidos y los ocultos, los ciertos y los inciertos. Una acusación personal y manuscrita contra los entes financieros, políticos, sociales, en fin, contra todos los que han levantado un muro de miseria para no vernos, para estafarnos y para que no los veamos reír, un muro de impunidad.

Acuso pues, a esos seres innombrados e innombrables, a esos señores de los mercados, de haber jugado en una timba perversa sobre tapices multicolores y con naipes marcados una gran partida, una gran estafa, apostando con fichas anónimas y gratuitas: nuestras vidas.

Les acuso de homicidio voluntario empujando a hombres y mujeres honrados al vacío en un acto trágico de desesperación, convirtiendo el asfalto desde las alturas de su hogar en el único camino posible, en el único lecho de muerte, en la única salvación. Se quitan la vida de un golpe, la que ellos, verdugos, se han jugado en esa ruleta malvada y un crupier siniestro exclama: "Rien ne va plus".

Acuso a estos tahúres de haber sembrado las calles de millones de personas, agrupadas en unas filas interminables de soledades. Si, solos aún estando rodeados de una multitud y, cuando a veces cruzan sus miradas, cuando fijan sus ojos en los de los otros, el de delante o la de al lado, no se ven, no los ven, no nos vemos; miradas vacías y ciegas, miradas amargas de soledad, miradas secas, sin lágrimas, ya no quedan. Llegan a pensar que les cubre un manto que los vuelve invisibles a los demás. Muchos hasta parecen pedir disculpas por estar ahí, por estar así, por considerarse un repudio de la sociedad. En esas colas multitudinarias y multirraciales, hombres y mujeres de toda condición, esperan sellar esos cien papeles grises, miserables e inútiles que den oficialidad a su nuevo estado de desamparo.

Acuso también a los representantes públicos, a los políticos, a todos, de ser por acción u omisión, cómplices de estos mercaderes desalmados. Les acuso, a todos, corruptos y corrompibles, de prostituir la soberanía popular. Han vendido, casi todos, su acta al diablo. Y no importa que el Maligno sea el aparato del partido o sea el dinero, la venden buscando la eternidad de sus vergonzantes nóminas, de sus cargos y de sus privilegios. Llenan de mediocridad moral las instituciones, las listas electorales y se mofan de nuestro futuro de la misma manera que nosotros/as lo lloramos.

Quiero acusar también a los indecisos, a los sumisos, a los pasivos, de abdicar de sus derechos ante el miedo. Nuestro silencio es su victoria.

Finalmente aquí dictar mi sentencia, firme e irrecurrible. Condeno a todo este entramado corrupto e inhumano a la eternidad y un día de mi desprecio, a la cadena perpetua de mi indignación y a la promesa de mi rebelión permanente. Nos veremos, os lo aseguro, condenados malhechores, en todas las revueltas, en todas las casas robadas, en las calles nuestras, con todos los pueblos y en mis escritos.