Recuerdo haber leído a Juan Goytisolo reflexionar acerca de su patria: "España dio un salto rápido de la pobreza a una riqueza imaginaria para volver al estado anterior y, con ello, al furgón de cola de las economías europeas... El país se llenó de tierras míticas, aeropuertos sin pasajeros, de idioteces que han conducido a recortes terribles en cultura, educación y ciencia hipotecando el futuro de los jóvenes". Y remataba su alegato con cierta ironía: "Tendrían que exhibir a nuestros políticos en esos sitios para que les aplaudiéramos". Ayer se plantaron en Alicante dos ministros, todo un presidente de la Generalitat y séquito para parar un tren, a fin de volver a medio inaugurar un recinto inacabado que, dentro de ese enigmático paraguas denominado Casa de Mediterráneo, se muestre dispuesto a dar cabida a todo lo que le echen si exceptuamos lo que verdaderamente tendría que impulsar. Contrariando la tesis del escritor catalán afincado en Marruecos, lo único que rehúyen los insignes prebostes es la tentación de exhibirse. Así que mejor buscar un día de fiesta para evitar que a la basca se le ocurra acercarse a compartirlo. Como el invento sigue a la intemperie, sin pavimento aún ni perrito que le ladre, el anfitrión de Exteriores se hizo acompañar de la titular de Fomento para dar una larga cambiada y plantarse lo antes posible en otra terminal, la de alta velocidad, en donde el mayor vértigo del ministerio es saber si será capaz de responder en los plazos previstos. Pero esta ensaladilla rusa preparada para descubrir el Mediterráneo deja bien a las claras lo que les importa el asunto. Ni a ellos ni, desgraciadamente, a nadie. La realidad es que si cualquiera de ustedes se encuentra a un amigo y le cuenta que al salir del trabajo ha atropellado a un unicornio, por lo único que alucinará es porque tenga curro. Y si además le cuenta que es programador de la Casa del Mediterráneo, entonces ya le preguntará: y el unicornio, ¿era azul?