María se vistió con camisa, verdugado y basquiña de tafetán verde. Antes de recogerse el cabello negro y largo en un moño, se colgó un grueso crucifijo en el cuello bajo el que escondía un grisgrís, un amuleto morisco. Porque María en realidad se había llamado Miriam hasta los doce años. Había nacido en Gata pero, al igual que otros veinte mil moriscos, se había refugiado con su familia quince años antes en el valle de Alaguar para evitar su expulsión del país, hasta que el ejército y las milicias los apresaron. A los que no mataron se los llevaron a los puertos de Denia y Jávea, para embarcarlos rumbo al norte de África. Algunos soldados y caballeros se quedaron con la mayoría de los niños menores de catorce años. Miriam y su hermano Alí fueron dos de ellos. Junto a cuatro morisquillos más, fueron traídos hasta Alicante. Formaban parte del botín conseguido por los hermanos Antonio y Bernardo Mingot. Ya en Alicante, ella pasó a servir en la casa del primero de estos caballeros, un palacete que había en la calle Labradores; mientras que Alí fue vendido al almotacén de la ciudad. Cuando fueron bautizados en la iglesia de San Nicolás, cada uno de ellos tomó el apellido de la familia que los había adoptado.

María aprendió valenciano y se adaptó paulatina y resignadamente a la sociedad cristiana, pero su hermano Alí, bautizado Antonio, cinco años menor que ella, se mostró desde el principio mucho más renuente, siendo castigado por el almotacén numerosas veces por sus actos de rebeldía. En su pretensión por reunirse con los moriscos que llevaban tiempo en las montañas, dedicándose al bandolerismo para subsistir, Alí intentó huir una madrugada otoñal, dos años después de ser traídos a Alicante, pero fue capturado enseguida. Recibió tal cantidad de latigazos que cayó gravemente enfermo y murió.

María descartó entonces la posibilidad de rebelarse y vengar a su hermano porque hacía unos meses que se había desposado y estaba embarazada. Su ama, la señora de Mingot, había concertado su boda con otro cristiano nuevo, sirviente del escritor Jaime Bendicho, uno de los ciento veintitrés moriscos que, según el censo que había ordenado hacer el virrey, vivían en la ciudad; aunque en verdad eran muchos más. La señora Mingot le concedió la libertad como regalo de boda, con la condición de que siguiera trabajando para ella como criada por un mísero salario.

Catorce años después se había quedado sola. Aquel embarazo no llegó al parto, nunca más se quedó encinta y hacía solo una semana que había enviudado.

María se cubrió con un grueso manto negro y salió de su casa, una pequeña y vetusta vivienda de un solo piso que había en el arrabal de San Francisco, cerca de la plaza de las Barcas. Era la madrugada del sábado 10 de febrero de 1624. El portal de Elche estaba cerrado, por lo que se dirigió al soldado que montaba guardia en uno de los dos torreones que flanqueaban la entrada, llamados de San Bartolomé, para explicarle que necesitaba pasar para avisar con urgencia a un médico, ya que su padre se hallaba muy grave. Poco después atravesó la muralla por un portillo que el soldado le abrió tras obtener la autorización de su superior. Dejó atrás la ermita de San Bartolomé y se dirigió hacia la plaza de San Cristóbal con paso atento, pues el día anterior la ciudad había amanecido cubierta por una capa de palmo y medio de nieve, y ahora las calles estaban llenas de charcos.

Mientras tanto, el matrimonio Planelles se esmeraba en sus tareas como anfitriones. Ofrecían una gran fiesta en su casa, cuya fachada principal daba a la plaza de San Cristóbal y que nada tenía que envidiar a los palacetes de las calles Mayor o Labradores. La excusa era el aniversario de boda de los Planelles; el objetivo secreto de la fiesta era hacer llegar a oídos del virrey lo mucho que apreciaban al señor Planelles los caballeros y ciudadanos más insignes de la ciudad, ya que, después de almotacén había sido nombrado racional y ahora aspiraba a ocupar el cargo vacante de justicia.

Los invitados habían empezado a llegar cuando anochecía. Aunque hacía mucho frío y el suelo estaba encharcado, la mayoría había llegado andando, si bien algunos no desaprovecharon la ocasión para hacer ostentación de señorío exhibiendo sus magníficos carruajes. Luciendo golilla de tafetán, miriñaque bajo vestido de raso rojo y collar de perlas en el escote, calcetines encarnados de seda y zapatos con lazos, la señora de Planelles recibió risueña y feliz a los invitados junto a su marido, que exhibía sus mejores galas: peluca rizada, golilla sencilla, lazadas en la ballena del perpunte, calzas flotantes exornadas con pasamanería y calzado a la ponleví. Recibieron a miembros de las familias más ilustres de Alicante: Scorcia, Pobil, Pascual, Bendicho, Bernat, Pina, Martínez de Vera, Canicia de FranquiÉ Una de las parejas con las que más se entretuvieron fue con la formada por Antonio Mingot y señora. El entusiasmo de los Planelles se debía a que Mingot era uno de los caballeros más influyentes de la ciudad, muy conocido y respetado en la Corte y en Valencia. Todavía resonaban en los oídos de los alicantinos los versos del célebre poeta Gaspar Aguilar con los que inmortalizó la proeza de aquel caballero en el valle de Alaguar, cuando participó valientemente en la rendición de los moros rebeldes: "Aunque por todo el mundo es manifiesto / el valor de la gente de Alicante, / Mingot, que está con ellos, va dispuesto / a procurar que al cielo se levante".

La fiesta transcurrió apaciblemente en la amplia sala, hasta que, ya de madrugada, cuando empezaban a despedirse los primeros invitados, uno de los criados se acercó al dueño de la casa para darle un aviso. Tanta impresión le causó, que Planelles se separó de sus invitados sin siquiera disculparse y anduvo con premura hacia la cocina. La música que hacían sonar varios maestros contratados cesó al instante. El motivo de tan repentino y brusco final de fiesta fue un incendio originado en la cuadra y pajar anejos. Al mismo tiempo que los criados, esclavos y cocheros se afanaban en la pronta extinción del fuego, una de las cocineras advirtió al racional de que había visto salir por el portón del corral a una mujer envuelta en llamas. Hallaron a la desdichada a pocos pasos del portón, caída en el suelo. Estaba completamente quemada. Aun así, Mingot y señora creyeron reconocer a su criada. Fue trasladada al cercano hospital de San Juan Bautista, pero ya estaba muerta. Muy poco tardó en deducirse la razón de aquel incendio y aquella muerte: La cristiana nueva había intentado vengarse de la muerte de su hermano acaecida doce años antes, pero las mismas llamas que prendió la sorprendieron y acabaron con su vida. Una muestra más de la justicia divina, en opinión del deán de la colegiata.

En su excelente trabajo "El control de los niños moriscos en Alicante tras el decreto de expulsión de 1609", Mario Martínez Gomis menciona algunos de aquellos morisquillos que se fugaron de sus casas de adopción, como "Miguel, un niño de 12 años natural de Laguar, que desde los 7 había estado al servicio de Juan de Avellán, un oficial del Santo Oficio; Luis Juan, de 17 años, nacido en el vall de Albaida y que desde los 14 estaba en casa del notario Francesc Juan; Antonio, de 9 años, de Gata, que había estado bajo la tutela de Simón Planelles".

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