A veces me siento conmovido por el progreso de España. Miro los muros de la patria mía y me encuentro, sin ir más lejos, con que un ministro del Interior muestra su preocupación por la perpetuación de la especie. Si el empeño fuera asunto de un ministro de Agricultura o, incluso, de una vicepresidenta, que es persona llamada a callar universalmente o, en su caso, a mentir, sobre todo aquello sobre lo que fuera preguntada, la cosa tendría un pasar. Si fuera González Pons el encargado de preocuparse lo entendería, que es de natural enciclopédico y de rostro dado a simular sabiduría donde por lo común habita vacío. ¡Pero un/el ministro de Interior! Su misión histórica era el garrotazo y tentetieso, y no es que ahora lo haya olvidado, pero, por lo visto, es capaz de alternarlo con digresiones bio-filosóficas de largo trayecto. En fin, que ya pasaron los tiempos de la España en que los sacristanes brindaban con los canónigos, al final de las frías misas de mañanas cuaresmales, por la perdición eterna de Darwin con chupitos de apropiado anís del Mono. Hoy, pese a la crisis, debe quedar poca vocación por el honesto oficio de sacristán, y aun por el de campanero o muñidor de cofradía, y los canónigos supérstites deben ser de edad provecta, cargas, en fin para la seguridad social, que, incapaces de curarse de milagro, seguro que recurren al omeprazol para digerir los embates de la modernidad. Aunque nunca se sabe, que ahí están esos pedazos de cardenales, casi sublevados en fronda púrpura, sin empezar el cónclave hasta que alguien -o alguien- les revele los pecados concretos que afligen a Su Santidad excedente: han dado lugar a la canonización súbita de Chávez estando la Sede Vacante, lo que es para rendirse al Misterio.

A lo que vamos: al ministro del Interior le preocupa la reproducción. Él, que por obligación, además de ir a misa diariamente, le toca conocer misterios y guardar celosamente cuenta de los pecados y los crímenes conocidos auricularmente o por vía vaginal, rechaza de plano los susurros vertidos por otros caminos. Supongo que se habrá dicho: "¡a ver si se acaba el mundo!" y, hay que reconocerlo, eso sí sería una crisis, por más criaturas que alumbre la prima de riesgo que, como todo el mundo sabe, es la prima que hace lo que hace sin preservativo, para perpetuación global del capitalismo. Pero, ¿y si la prima, encima, fuera lesbiana? Puede pensar el lector, no sin pizca de razón, que esto es un puro desbarre sin sentido. Pero una fe sólida que se disfraza de uso de razón para justificar sus apriorismos, que es lo que ha dicho que dijo el señor Díaz, es capaz de estas cosas y de muchas más. ¿O acaso no sueñan los ministros catolicísimos con ovejas eléctricas? ¿Les inclina esto a la zoofilia? No más, según la naturaleza, que a muchos ordinarios del lugar, arciprestes y obispos a la pederastia, pero ahí están en Roma, atascados y abrumados. Y encima, congregados y sin incrementar la especie.

Pero la especie no es algo rígido, como, por ejemplo, la porra de un guardia, que es cosa y signo que el señor ministro entiende muy bien y que debe entender conceptualmente aún mejor, tanto en su forma como en su mecanismo. No, aunque no le dé al anís del Mono, debe tener noticia de la Teoría de la Evolución y, si no, siempre puede preguntarle a su colega Wert de qué va. Seguro que él se lo define en pocas palabras: "Una cosa que vamos a privatizar", o, si se pone sutil: "Una cosa que para que pase, hay primero que pedir un préstamos a un banco y luego devolverlo". Así Díaz se quedará tranquilo, porque, además de las ovejas eléctricas podrá desterrar de sus sueños otras humedades e inquietudes y poblarlos de cigüeñas y maripositas, con perdón. Y así seremos más felices. Más pobres, pero más felices. Más célibes, pero más felices. Y así todo lo que a usted se le ocurra. Menos eso en lo que está pensando.

Bueno, lo que no sé es adónde quiere el ministro que evolucionemos como especie. A mí me gustaría evolucionar a suizo, pero creo que no se puede. Ni siquiera a pájaro de cuco. Tampoco me importaría que mis genes fueran haciéndose catalanes, con barretina y todo: pero eso lo mismo también es pecado, según se mire. Pero esto son tonterías, porque lo bueno de esto -y Díaz lo tiene muy en cuenta- es que cada uno lo hará a su manera, pero toda la especie, despacio, pero seguro, evolucionará a lo mismo: y la imagen de la igualdad puede causar sarpullidos a estos liberales del Opus, pero la de uniformidad les es muy grata, porque simplifica las tareas de conversión, consiguiendo así la eliminación creciente de las ganas de entretenerse con las cosas del procrear y acelerando la consumación de los tiempos. Vamos, que su visión del diseño inteligente de la Creación seguro que nos conduce a un Paraíso inverso: un Adán y una Eva castísimos y sin necesidad alguna de molesta serpiente.

Por supuesto esto es una parábola, un símbolo. Si el lector flojea en su fe siempre puede imaginar la serpiente ida con forma de Bárcenas, dragón con zarpas de Alperi, ojeras con desazón de Rubalcaba o mono de etiqueta de anís del Mono. Cualquier cosa vale: androide, oveja eléctrica replicante, TSJ de la Comunidad Valenciana o reparador de calderas de calefacción doméstica. El mundo actual es mucho más rico en monstruos que la imaginación de los ilustradores del Beato de Liébana. Y eso, precisamente, es lo que quiere evitar el ministro del Interior de la Patria: esa especie de bonancible antigualla, esa fierecilla que, como otros de su especie, gusta de causar dolor, humillando sin siquiera saberlo. Es su genética, y espero que no me demande por imaginar que tiene tal cosa.