D eslealtad» es uno de los dos sustantivos de moda. El otro es «crispación», pero yo tampoco quiero crisparme y me referiré al primero. No sé si se han dado cuenta (yo acabo de hacerlo hace diez minutos); que el protagonista de casi todas las tragedias de Shakespeare es la traición. Hamlet puede personificar la duda, Macbeth la ambición u Otelo los celos, pero el nudo de la trama reside en la traición. Incluso «Romeo y Julieta», mucho más que una catástrofe romántica, es la crónica de dos infidelidades a la secta respectiva. Sin embargo, Shakespeare siempre coloca a sus traidores junto a crédulos, más o menos bondadosos o estúpidos, que inevitablemente son asesinados o sucumben al dolor. Para compensar, los traidores también mueren y con razón se ha dicho que la pluma de Shakespeare ha provocado más muertes que la gripe española.

Uno de los antídotos contra la traición es la desconfianza. El lúgubre «no te fíes ni de tu padre» encierra algo más que un consejo para sobrevivir en la jungla. Han expirado esos tiempos en que bastaba un apretón de manos para certificar los acuerdos y han llegado otros en que ni siquiera basta un notario con material antidisturbios. El resultado es que el prójimo se ha convertido en un sospechoso habitual casi por prescripción facultativa y esto envilece la convivencia. «El Gallo», que desconfiaba de casi todos los toros por motivos comprensibles, se negaba a lidiar a aquellos que le «miraban mal». El mozo de estoques no entendía una palabra, salvo que el maestro prefería dormir en comisaría a hacerlo en el cementerio. Bien, pues aquí todo el mundo «mira mal».

Ahora bien, un exceso de desconfianza puede llegar a ser tan mortífero como una beatífica creencia en la bondad humana. Conozco el caso de un labrador que guardaba sus ahorros tras una pared de su casa. Los hijos intentaban convencerle de que existían unas instituciones en las que podía depositar el dinero, pero el hombre se negaba con la terquedad de quien piensa que sólo se posee lo que puede tocarse. Su fortuna reposó durante varios años en aquella cripta hasta que por fin tuvo que hacer un desembolso importante. Derribó la tapia y se encontró con que los billetes se habían convertido en una pasta grumosa irrecuperable debido a la humedad. No es una parábola moralizante a la usanza del Mr. Scrooge de Dickens, sino la constatación de que hay cretinos pintorescos víctimas de la desconfianza.

El caso recuerda otra inverosímil noticia que leí esta semana. Ocurrió en China (allí hay tanta gente que puede suceder cualquier cosa);. Un matrimonio escondió los ahorros de la familia entre el forraje de la única vaca de su granja. Pensaban destinarlos a la compra de una casa para su hijo, una proeza económica tanto en Shangai como aquí. Pero la vaca no estaba advertida y devoró plácidamente los quinientos yuanes en un santiamén. En estos casos es inútil un lavado de estómago y la familia ha pasado de tener ahorros a tener una vaca que vale una fortuna. El ejemplo es también sintomático de una curiosa mezcla de cerrilismo y prevención exagerada. La noticia no aludía a la reacción del hijo. Una mujer puede arruinarte la vida como en cualquier tragedia de Shakespeare, pero que lo haga una vaca hambrienta no es ni siquiera literario. Como decía Groucho, hay muchas cosas más importantes que el dinero. Pero son carísimas.