Me es difícil hablar hoy de Andreu Alfaro. Acabo de recibir la noticia de su muerte. Con él desaparece, sin duda, una parte sensible de mí mismo. Debo confesar que he sido visita frecuente de Doro y Andreu en las entrañables sobremesas de Santa Bárbara donde cada cosa, cualquier objeto de arte, encontraba su lugar. Ocupaba mi sitio de siempre en la larga mesa patriarcal que presidía el comedor, el asiento a estribor del artista, en tanto que Doro se sentaba a babor y manejaba con pulso seguro la caña del timón cotidiano. Se hablaba de todo, sobre todo, y de todos, con un gesto cercano y amigo difícil de recuperar. Es curioso, pero ha tenido que ser una extraña confluencia astral -no sé decirlo de otro modo-la razón del súbito final de la pareja amiga en a penas dos meses, un juego de azar para el que los dos, de seguro, estaban bien pertrechados. Andreu y Doro han sido para mí, en efecto, una entidad compacta de convicciones y vivencias, esperanzas y deseos compartidos que alcanzan el perfil antiguo del apólogo con moraleja: sé feliz. A penas un gesto, el menor guiño cómplice, para reconducir la conversación hacia la senda ideal.

He tratado a Andreu a lo largo de muchos años. Soy lo que se decía antaño amigo de vuelo largo y debo confesar la sorpresa que subrayaba cada reencuentro. Potenciaba sus quimeras, diría eternas. La obstinada preocupación de Andreu por la obra bien hecha, acabada con el rigor y la exigencia extrema. Primero, en madera, después, en acero corten-las inverosímiles Generatrices- más tarde, en hierro oxidado y mármol irrimpio de los Balcanes, cuando recuperaba la inquietante presencia de las figuras preclásicas: amenazadoras, burlonas, siempre agudos acertijos de geometrías razonadas.

La persistente inquietud ante el resbaladizo de la pertenencia -elenco y cultura en un país escindido-, que obligaba a Alfaro a admirar a Ausiàs March sin renunciar a Cernuda ni olvidar a los románticos alemanes, una de sus menos confesadas afinidades más allá de Goethe, que aunaba Hölderlin con Paul Celan. Y siempre la acusada sensibilidad del ciudadano responsable, mal ajustado en nuestra sociedad plutocrática, cruel y despiadada con todo lo que no represente rendimiento inmediato -se pretende invertir y cobrar intereses a la par, ironizaba Andreu- Un ávido lector, además, del liberalismo crítico contemporáneo, de esa libertad para decir que no, musicada por Raimon, y argumentada por Isaiah Berlín desde el huidizo del confort de Oxford.

Pero Alfaro ha sido también un fiable y vehemente descubridor de su Valencia. Vecino del Centro Antiguo y vigía alerta del respirar cansino de unas calles abandonadas: la industria familiar, la Alameda, el matadero, Nazaret, la Escollera que protegía los paseos clandestinos durante los años de plomo, el espigón del puerto y la pesca a baja altura en la que Andreu demostraba una habilidad sorprendente. Débil en el billar pero rotundo en el saque de pelota.

Hemos viajado juntos por Londres y el Rin, recorrido El Cairo y Alejandría, entre perigüellos inmisericordes y tránsfugas de las Mil y una noches. Jamás vi en Andreu el menor indicio de decepción ni la mínima huella de hastío viajero. El alma despierta de quien estaba acostumbrado a luchar con la dureza de la materia plástica. La resistencia de las formas sensibles que sólo el esfuerzo convierte en expresión viva de la verdad del artista. Que en el caso de Alfaro, como en todo los grandes, encubre un yo múltiple; versátil, contagioso, el generoso nosotros que nos abre sus obras. Gracias, amigo.