Al borde la jubilación y cerca del crematorio -los políticos municipales parece que quieren que San Juan vuelva a llamarse del crematori y no d´Alacant- queda el placer de la lectura y poco más por aquello de que todo lo que gusta está prohibido, es pecado o engorda (o sea, malo para el colesterol, el azúcar, la tensión, el matrimonio y tantas otras ruinas como acechan e invaden a esta sociedad del bienestar pero menos).

Al borde de la jubilación y del crematorio urbano de San Juan uno se convierte por fuerza en un tipo raro. Reconocida la rareza, me ha dado por leer este fin de semana a Engels y a otros antropólogos del siglo XIX sin decirle nada a mi psiquiatra, Pérez, para que no ordenara mi ingreso en la unidad vecina al sitio en el que se van a incendiar cadáveres, que todo tiene que estar cerca.

Siglos antes de que Sócrates dijera que el hombre es un animal político, los antropólogos constatan que ese animal se unía y montaba sociedades para facilitarse la existencia, se organizaba porque la vida en grupo es más llevadera. Pese a la afirmación de Sartre de que "el infierno son los otros" -algunos mucho más infierno-, hasta en la Biblia, ese libro que Ratzinger matiza a diario, que ahora hasta quita a la mula y al buey del Belén, se afirma la bondad de que el hombre no esté solo.

El hecho incontestable del hombre como ser social, la complejidad cada vez más grande de los grupos, hace que nazcan los Estados. Es una verdad de Perogrullo. No soy doctor en políticas ni político -afortunadamente-. Mis reflexiones son las de un hombre de la calle pillado y deprimido por la crisis como todos. El Estado -en sí mismo un ente nebuloso y difuso- se erige en organizador de la sociedad con todas las prebendas y las responsabilidades que eso conlleva para quienes detentan el poder, o sea, para los políticos que representan a ese Estado y parten el bacalao.

Reyezuelos, reyes, caciques, tiranos, emperadores, dictadores, caudillos, presidentes -sin olvidar a brujos, chamanes, obispos, ayatollas, etcétera, que los ungían con la pátina de la divinidad y los legitimaban- han mandado a millones de súbditos, muchas veces oprimiéndolos y exprimiéndolos hasta límites insospechados, hasta que nacieron y se consolidaron los modernos Estados de Derecho. Clave importantísima de esos Estados -no intento hacer intrusismo en el trabajo de mis amigos Pepe Asensi y Manolo Alcaraz- es la de garantizar a los ciudadanos la tranquilidad, entendida en el sentido más amplio de la palabra.

Fraga -y más de un seguidor acérrimo suyo- decía que tranquilidad viene de tranca por aquello de "garrotazo y tente tieso", pero eso no es cierto. Estar tranquilo es mucho más placentero y productivo que vivir paralizado por el acojono.

Los ciudadanos pedimos al Estado -y bien que pagamos impuestos por ello- que nos dé la tranquilidad de que, si nos ponemos enfermos, con nuestros dineros bien gestionados, habrá un hospital con médicos competentes e instrumental adecuado para curarnos en la medida de lo posible. Le pedimos que eduque a nuestros hijos, que atienda a nuestros mayores, que cuide nuestras finanzas y nuestras pensiones, garantizándolas, porque uno no puede estar toda la vida trabajando -en un Estado de Derecho y bienestar- y llegar a la vejez, cuando se es absolutamente vulnerable, con el alma en un hilo pensando en que va a vivir de la beneficencia y a dormir en un cajero.

El Estado está obligado a "usar" a políticos competentes capaces de prever las turbulencias mundiales para que las hecatombes no nos pillen en bragas. Lo mismo que se exige responsabilidad cuando no se avisa de una gran tormenta -aunque la seguridad absoluta no existe-, se debe exigir cuando nos pilla por delante, sin que nos hayamos enterado de la misa la mitad, lo que los indignados llaman estafa y no crisis.

Cada vez que hay una tragedia -el Prestige, Biescas, mil pufos económicos que arruinan a las familias, el Madrid ArenaÉ- los responsables se sacuden las pulgas. Nadie sabía nada. ¿Usted estaba ahí solo para pasear el folio y cobrar?

La tranquilidad conlleva que uno pasee feliz por la calle sin que lo asalten pero también que uno pueda ahorrar sin que lo esquilmen unos espabilados porque los controles estatales funcionan en las entidades financieras y ningún listillo va a colocar preferentes a quien no distingue un asiento contable de la silla de quien lleva la contabilidad.

Cuando uno siente que ha sido atropellado, en un Estado de Derecho, existe el recurso a la Justicia para que ponga las cosas en su sitio y deshaga el entuerto. Eso, en los sitios en que la justicia impera, se llama tutela judicial efectiva y principio de igualdad. Sancionen a quienes abusen que, seguramente los pleitistas temerarios son muchos, pero si cobran -léase las tasas de Gallardón-, si como he oído a algunos jueces decir, se crea una justicia para pobres y otra para ricos, ¿no dejamos el Estado de Derecho en papel mojado, en una expresión bonita con poco o ningún contenido?