Yo no lo viví. Confieso que nunca presté atención cuando en las tertulias familiares el tema salía a colación, y mi abuela lloraba y su marido se cabreaba y amenazaba a un ser imaginario que habitaba su cabeza y nuestro salón navideño con aplastarle con sus propias manos como si de una mosca se tratase.

Cuestión de suerte. Los que hemos nacido después nada entendemos de esos arrebatos violentos, ni de esas escenas dramáticas que tanta vergüenza producen en el adolescente confiado y cándido, indolente con lo que le rodea, feliz como sólo un bobo es feliz. La chica de la farmacia es simpática y cortés, pero tiene prisa por despachar y se impacienta cuando el datáfono no parece funcionar correctamente.

- "Voy a ver si llevo dinero suficiente".

La farmacia está llena, hoy toca servicios mínimos, la huelga del sector sigue adelante y los allí presentes parecen tomarse la situación con buen humor.

- "¿Quién es el último?".

La señora que acaba de entrar pregunta en voz alta y sin esperar contestación de nadie, se dirige hacia su vecina a la que acaba de descubrir, entre la báscula y el cartel de un antiácido, con el carro de la compra y las recetas en la mano. Las dos parecen conservarse bien aunque deben rondar los 60 años, nada comparado con el hombre que está justo detrás de ellas, que parece duplicarles la edad y que por un momento me ha dado la impresión que le miraba el culo a la recién llegada.

Suena un móvil. Siempre suena un móvil en todos los lugares: los cines, las bibliotecas, las farmaciasÉ El chico que lo coge es más joven que yo, quizás sea el único que pueda afirmar eso, bueno, él y la chica que me atiende, pero no el señor de mi izquierda, ni mucho menos el matrimonio que va detrás de mí; apostaría a que ninguno baja de los 70, tan sólo la mujer del fondo y ese otro hombre que se está tomando la tensión estarán alrededor de los 50. Los demás, seguro que no. El chico habla y le dice a su interlocutor que está llenísimo, que las cosas van fatal, que eso le recuerda a lo que su abuelo le contaba de las cartillas de racionamiento.

Por fin la dependienta amable consigue pasar mi tarjeta y espera nerviosa para arrancar el ticket y dármelo junto a la bolsa con mi medicamento.

Media hora llevamos ya esperando, le dice un hombre del fondo justo a otro señor que acaba de entrar y que tras unos instantes de duda, decide marcharse. A mi lado, la mujer que iba delante de mí en la cola sigue hablando con otra de las dependientas, que trata de explicarle que no les queda de ese medicamento, que en todo caso puede buscar en otra farmacia que esté de guardia o con servicios mínimos; la señora no lo entiende, lo necesita urgentemente y otro hombre justo detrás de ella, harto de esperar, irrumpe en una crítica feroz contra esta derecha política que va a arruinar el país, que ya ni a las farmacias paga lo que les debe, que se van a quedar sin medicinas y se van a morir en la calle cualquier día de estos, solos como perros.

El chico termina la conversación telefónica justo en el momento en que salgo a la calle y mientras mantengo la puerta abierta para que entre otra persona más, miro hacia dentro y sólo veo un montón de ciudadanos hacinados a la espera de un medicamento cada vez más caro, como si la salud se hubiera convertido en un objeto de lujo al alcance de unos pocos. ¡Seguid, seguid votándoles! dice con cierta sorna el hombre que se estaba tomando la tensión, en el mismo momento en que cierro la puerta de la farmacia.

Yo no lo viví. Nací después. Cuestión de suerte como dije al principio.

Cuando mis abuelos lo contaban, yo era un adolescente confiado y cándido, indolente con lo que me rodeaba, feliz como sólo un bobo puede ser feliz.