Quieren saber los legisladores de la enseñanza el porqué del fracaso escolar: si los contenidos de las asignaturas son los idóneos, o si los adolescentes sufren desnutrición de inteligencia.

Pero la inteligencia natural poco tiene que ver con lo que ocurre en las aulas, las casas y las calles. Tan listos o torpes son los jóvenes de hoy como los de hace 30 años; y sin embargo, cualquier lector que fuese estudiante entonces recordará que a sus diez u once años estudiaba un libro de Historia tan extenso como la suma de todos los libros de texto de la ESO.

Estudiaba y aprendía. Y no porque naciera con un cerebro más capacitado. ¿Por qué, entonces? La respuesta está en que la inteligencia y la sensibilidad se sirven para desarrollarse tanto de lo que poseen como de lo que carecen.

El hombre primitivo no podía alcanzar en su carrera al animal que precisaba para alimentarse; pero se las ingenió, empujado por la necesidad, observando, deduciendo y aprendiendo que, ya que con sus pies no llegaba hasta él, podía llegar con su mano si lograba prolongarla en forma de lanza, onda, o flecha. Aquellos hombres de escasa capacidad craneal desarrollaron su inteligencia natural alimentándola con la necesidad, la observación y la tenacidad. Con lo que sabían aprendían a saber más.

Hoy el adolescente no tiene necesidades apremiantes y, por lo mismo, no necesita esforzarse, ni aprender; tiene el mundo en sus manos sin haberlas utilizado; y el ocio sin habérselo ganado. De modo que se atrofia síquicamente y pierde los reflejos emocionales básicos, que son los de la curiosidad activa y el del placer intelectual. Y la solución no está en hacerle pasar hambre para que reaccione, sino en despertarle esas otras hambres inmateriales que duermen en su cabeza. Sin embargo, como si de una conspiración universal se tratase, parece que hay quienes persiguen crear un organismo social con un electroencefalograma plano en sensibilidad y sensatez.

Claro está que los planes de estudio son mejorables. Aunque no es esa la auténtica causa del fracaso de la educación y de la sociedad. Lo cierto es que al niño, al joven y al hombre actuales les faltan motivaciones para el esfuerzo y aprendizaje del bienvivir, y le sobran horas de ocio convertido en negocio. Ocio que provoca insatisfactoria diversión, pasividad, fatiga sicológica, frustración, agresividad... hasta que el autorretrato en el que nos miramos muestra con demasiada frecuencia a un ser del que pocas veces podemos enorgullecernos.

El camino de las libertades, tan necesarias, no nos ha conducido hacia una libertad responsable, sino que nos ha transformado en esclavos de una libertad libertina, en un mundo en el que la pereza síquica ha sustituido a la voluntad y el entusiasmo, y en el que los egoísmos de toda especie derriban la solidaridad.

Asumido ese íntimo malestar generalizado, aceptemos que la relación entre los menores y los adultos tiene una consecuencia progresiva: son como los hacemos, y nos hacen como son. Y calculemos qué futuro estamos perpetrando entre todos.