Que los episodios de violencia de género son sangrantes porque con ellos caen vidas humanas es una obviedad que nadie discute en una sociedad civilizada como la nuestra. Pero que estos mismos episodios son solo la punta de un gran iceberg de violencia y que ello se debe, simplemente -que no es poco-, a que mujeres y hombres no somos iguales parece una afirmación que requiere, todavía hoy, de explicaciones adicionales.

La muerte es sólo la consecuencia final de una humillación que pasa por muy diversos estadios, desde los más sutiles hasta los más brutales y que, además, no siempre llega a las comisarías o a los tribunales. Pero esto no lo encontramos en las estadísticas que nos llegan habitualmente, o al menos no con la claridad y rotundidad que exige. De la violencia en sus diversos grados somos conscientes a partir de las macroencuestas elaboradas por la Secretaría de Estado de Igualdad y por el Instituto de la Mujer. La última, hecha pública este mismo año, nos dice que un 10,9% del total de mujeres entrevistadas fue objeto alguna vez en su vida, de violencia de género: más de dos millones ciento cincuenta mil mujeres. La violencia de género es, además de un fenómeno lacerante, la suma de muchas violencias, más explícitas o más sutiles, pero sobre todo por un motivo claro y explícito: ser mujerÉ

Las mujeres que son víctimas no lo son por la pura casualidad, sino por el mero hecho de ser mujeres. No por encontrarse en un ámbito, el doméstico, y no sólo por el machismo excepcional y brutal de algunos hombres, que no necesariamente -ahí están las estadísticas-, pertenecen a determinados colectivos o clases sociales. Pero entonces ¿cuál es entonces el origen, la causa, o el caldo de cultivo de esta "macroviolencia"? La desigualdad de mujeres y hombres. Desigualdad y violencia de género son conceptos inseparables. Y entenderlo así es fundamental para empezar de una vez la casa por los cimientos y no por el tejado.

Como nos hace ver Nuria Varela, hombres y mujeres -ambos- de estas modernas civilizaciones occidentales rechazamos claramente ese sexismo tradicional y hostil basado en la inferioridad de las segundas respecto de los primeros. Parece que tenemos claro -o más bien lo tenemos claro la mayoría-, que las mujeres no son inferiores y débiles frente a los hombres, que estos no son la figura dominante, que las mujeres sí tenemos los caracteres necesarios para triunfar en lo público, y que el poder sexual de las mujeres no nos hace peligrosas y manipuladoras. Esto anterior, que es preocupante siempre que quede alguien que lo piense, no es lo único importante. El sexismo benévolo, sutil, o "amable" -por decir algo-, que esta sociedad (hombres y mujeres) "consiente" es el caldo de cultivo de ese concepto amplio de violencia de género del que hablamos. Un sexismo que estereotipa a las personas y que las sitúa en una posición desequilibrada, donde las mujeres son el punto vulnerable: el hombre ha de seguir cuidando a la mujer para protegerla como un padre, las mujeres tienen características positivas que "complementan" (¡bonita palabra!), a los hombres, o los miembros del grupo central -los hombres- dependen de los miembros del grupo secundario -las mujeres- para sacar adelante su vida cotidiana (la vida privadaÉ). No sé si todos y todas seremos así, (nadie debería quererlo, ¿no?), pero sí sé que no lo decimos rotundamente y lo toleramos.

Esta sociedad es afortunada: tiene normas aparentemente comprometidas con la justicia, la libertad y la igualdad. Pero se nos olvida que son metas o tendencias y que las resistencias sociales continúan latentes. La violencia de género entendida en su más amplio sentido y comprendida desde sus raíces (la desigualdad) es una muestra de que las cosas no son tan fáciles como pensábamos. ¿Quién ha dicho que la igualdad es lo natural? La igualdad no la traemos puesta de serie, como nos dice Amelia Valcárcel. Por eso es sano, justo y leal con nuestros principios, el inconformismo ante un ordenamiento y una realidad social que debe encaminarse constantemente hacia lo que se espera en un auténtico constitucionalismo democrático del principio de igualdad. Una igualdad pensada valientemente, desideologizada y no mercantilizada, ni patrimonio de unas ideas políticas frente a otras.

Si todo esto es así, que creemos firmemente que lo es, la violencia de género no es entonces un problema que afecta al otro o a la otra -"nunca a mí, por supuesto"-, porque estamos en realidad ante una lacra social de carácter estructural ligada a la primera de las igualdades no plenamente alcanzada, la que afecta a mujeres y hombres por ser tales, y por la entidad de sus consecuencias. Mientras sigamos pensando que la violencia es un simple problema de maltratadores machistas recalcitrantes frente a víctimas puntuales, y no, como creemos seriamente, un auténtico lastre social derivado de una determinada concepción desequilibrada de las relaciones humanas, poco habremos avanzado. Por ello, una vez más -y mil veces más que lo escribiría por mil oportunidades que se me dieran de escribir una columna en la prensa-, ha de recordarse que la solución está en la educación en igualdad. Desde el principio y para siempre.