Hoy resulta inevitable abordar el desenlace de las últimas elecciones en Galicia y País Vasco. Sin descender al detalle, el Partido Socialista aparece como el gran derrotado de las mismas, lo que obliga a ofrecer algún tipo de respuesta. Vivimos en tiempos de vorágine y las urgencias informativas exigen que el problema de hoy tenga solución mañana para no romper la cadencia del relato. De otro modo, parece que no hay reacción, que todo da igual y que los responsable políticos se dedican a dejar pasar el tiempo, sin otro afán que calentar el sillón. Hay quien dice que no hacemos otra cosa hasta que toca pelear para estar en otra lista, ante unas nuevas elecciones. Conozco a muchos responsables políticos socialistas y sé que, en la situación actual, hay de todo menos apatía. La preocupación, la inquietud y el desasosiego definen bien nuestro estado de ánimo en estos momentos. A veces no es fácil controlar las emociones y las frustraciones reclaman válvulas de escape inmediatas. Llegado el caso, se busca con urgencia algún tipo de exorcismo que nos devuelva a una condición saludable. Mala cosa cuando falta la serenidad y el tiempo que requieren los problemas complejos.

Aunque no es la única razón, estoy convencido de que muchos ciudadanos han dejado de votarnos porque nos ven en el origen de la crisis o, al menos, en el origen de una respuesta a la misma que no responde a los intereses de la mayoría. Nos recuerdan como autores de los primeros recortes, los de mayo de 2010 y como coautores de la vilipendiada reforma constitucional del verano de 2011. No sólo hemos perdido credibilidad ante sus ojos; hay algo más: se sienten traicionados. Fuimos a las elecciones de 2008 con un programa, cambiaron las circunstancias y cambiamos las políticas sin advertirles ni consultarles. No nos puede extrañar que sientan despecho hacia nosotros. Nos enfrentamos, pues, a una fuerte reacción emocional que no va a desaparecer de la noche a la mañana. Tenemos que cambiar despecho por afecto y eso lleva su tiempo. Muchos méritos habremos de acumular para que los antiguos votantes que nos abandonaron vuelvan a confiar en nosotros y para que lo hagan aquellos que no lo hicieron pero quieren cambiar la deriva de las cosas.

Hace tiempo que venimos colocando a la ideología en un segundo plano. Durante más de una década aceptamos el juego de la "personalización" de la política, utilizando la imagen de los líderes como sustitutivo de los análisis, las valoraciones y las explicaciones. El crecimiento económico y la mejora de los servicios y las prestaciones públicas que nos traía, contribuyeron a propiciar ese estado de pereza intelectual y política. Si las cosas iban bien, ¿para qué preocuparse? Resultaba más fácil invertir en la imagen de un líder que diera un buen rendimiento electoral que dedicarse a estudiar, a valorar el impacto de lo que se hacía, a debatir y a explicar las cosas con rigor y profundidad. Así llegamos a esta situación en la que muchos de los que nos dieron su respaldo no entienden nada de lo que está pasando y reaccionan emocionalmente contra nosotros. Como, además, les acostumbramos a vivir la política como una cuestión de personas más que de ideas, ahora descargan su frustración en las personas que protagonizan la actividad política, más que en las ideas o los valores morales que hay en juego. Recogemos lo que hemos estado sembrando y aquí es donde empiezan a hacer daño las urgencias.

Nosotros mismos estamos impregnados de la manera de hacer política que hemos venido practicando con la sociedad. Por eso ante cada derrota buscamos a las personas que tienen que pagar la culpa y a las nuevas personas que tienen que ser la imagen -siempre la imagen? del nuevo proyecto. Es la salida más inmediata, si se trata de hacer algo, lo que sea, y también la más fácil. Pero no sirve para resolver la raíz del problema. Podremos, incluso, llegar al gobierno por desmoronamiento del que lo ocupa, pero correremos el riesgo de caer, otra vez, en los mismos vicios. Porque la cuestión esencial no es que cometiéramos graves errores o que adoptáramos medidas impropias de un partido de izquierdas. Eso ya está hecho y no se puede borrar. Ahora la cuestión a abordar es cómo llegamos a una situación que permitió que pasaran esas cosas, sin darnos casi ni cuenta. Y la respuesta es fácil: por la falta de estudio, de reflexión y de debate, por el debilitamiento de la ideología y del mensaje ideológico y por la relajación de los principios morales. Esto no es un problema de cambiar a un líder o a veinte líderes. Esto es un problema colectivo, de cultura de la organización.

Pasadas las elecciones catalanas, tendremos un periodo de casi dos años sin urgencias electorales. Por otra parte, cualquier cosa que proponemos en estos momentos se descalifica, de entrada, con el argumento de que no lo hicimos hace un año, cuando gobernábamos. Yo no estaría obsesionado con tener un cabeza de cartel mañana o un programa de gobierno pasado mañana. Sin olvidar la labor de oposición en el día a día, deberíamos aprovechar el próximo año para hacer una reflexión, serena y profunda, sobre el conjunto de causas que están detrás de nuestra caída. Podemos sacar muchas y muy saludables conclusiones de orden ideológico y de contenido político. Sin embargo, creo que lo más importante es aceptar que necesitamos renovar el compromiso colectivo con unos valores morales. Es la única forma de conseguir que nuestra organización vuelva a ser un instrumento útil para la transformación social y que los ciudadanos así lo sientan.