Las reformas educativas suelen ser grandes ceremonias que mueven muchas cosas a la vez. Despiertan expectativas que no suelen cumplir, revuelven más que cambian. Crean imagen de que existe la política educativa". Eso decía J. Gimeno Sacristán, allá por 1994, cuando conocía tres de las siete leyes educativas que han venido conformando la arquitectura legal de la educación española desde 1978, sin contar las propias de varias comunidades autónomas.

Más de treinta años de continuo tejer y destejer no han podido impedir que la educación española muestre algunos indicadores preocupantes. Una tasa de fracaso escolar insostenible, 26% en 2009, que viene alimentando un tramposo abandono educativo temprano del 28,4%, frente al objetivo europeo de situar ese indicador por debajo del 10% en 2020. Un porcentaje de jóvenes entre 20-24 años con algún nivel de Secundaria postobligatoria, 61,2% en 2010, lejos del 85% pretendido por la Estrategia Europa 2020. Y, también, un mediocre rendimiento de los escolares españoles de 15 años en las competencias clave medidas por PISA, aun cuando el porcentaje de ellos que suspende en aquellas se sitúa en la media de la OCDE, algo menos del 20%. Unos indicadores que no consiguen ocultar las profundas diferencias territoriales que se esconden tras ellos, y que evidencian la insoportable irrelevancia de nuestras leyes educativas, al menos desde 1978, para mejorar de manera significativa y continuada la capacidad cualificadora, la inclusividad y la equidad de nuestro sistema educativo.

No obstante, al parecer, treinta y tantos años de penelopismo educativo no es nada. Estamos en puertas de una nueva ley de educación, la octava, la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa. En el inicio de la presente legislatura comenzamos a conocer algunos detalles de la reforma educativa comprometida por el nuevo Gobierno: una organización más flexible de la secundaria, un bachillerato de tres años, un nuevo sistema nacional de acceso a la función docente para atraer a la docencia a los mejores profesionales, primando el mérito y la capacidad, la garantía de unas enseñanzas comunes en todo el territorio nacional o la ampliación de la FP de Grado Medio a tres años también, entre ellas.

Algunas de estas medidas no aparecen ya en el anteproyecto conocido de la citada LOMCE, al tiempo que emerge alguna otra nueva, verbigracia la anunciada reforma legal para blindar el concierto con los centros de enseñanza diferenciada. No me referiré a ellas expresamente, pero me atreveré a avanzar que la ley proyectada puede acabar sumándose a la irrelevancia de las leyes anteriores si no apuesta, con mayor claridad y sistematización, por focalizar sus medidas en la corrección de los auténticos males de nuestro sistema educativo.

Siete son los males con mayor responsabilidad en la mediocridad de nuestros indicadores educativos más significativos: el agotado paradigma de la escolarización obligatoria, dada su perfecta compatibilidad con las citadas tasa bruta de fracaso escolar o de abandono educativo prematuro; el vigente sistema de titulación y certificación, al final de cada etapa educativa, tan arbitrario como injusto; la insostenible ausencia de mecanismos inteligentes de rendición de cuentas, de las escuelas por los resultados de sus alumnos y de las Administraciones Educativas (titulares de muchas de ellas) por los logros de aquellas; el ineficaz modelo de intervención educativa asentado en nuestras escuelas, que ni rescata a los alumnos que se retrasan ni promueve la excelencia en los más talentosos y esforzados; el agotado sistema de formación inicial y selección del profesorado, vista su escasa capacidad para garantizar los estándares de desempeño profesional necesarios para las escuelas y los escolares del siglo XXI; el incoherente e inconsistente modelo de liderazgo pedagógico (tanto a nivel macro como micro), ineficaz para pilotar las escuelas, las de titularidad pública especialmente, hacia la mejora sostenida de los logros de sus estudiantes, y, por último, las insuficiencias de la normativa referida a la red integrada de centros sostenidos con fondos públicos, definida en nuestro ordenamiento constitucional, que ha de garantizar el acceso de todos/as al derecho ciudadano a la educación, unas insuficiencias que alimentan el estúpido encono tan presente en nuestros debates educativos. Por no encerrarnos en la histórica tacañería patria en Educación.

Esos son los males arraigados en la educación española. Y en ellos deberíamos centrar todos los esfuerzos reformistas, si esperamos que nuestro sistema de educación y formación pueda contribuir alícuotamente al rescate de la sociedad española de la crisis sistémica en la que se encuentra. Desgraciadamente, más allá de alguna medida aislada, lo que vamos conociendo de la futura LOMCE (la incongruencia entre pruebas estandarizadas de final de etapa, centralización del curriculum, ordenación de itinerarios educativos diferenciados en la ESO y autonomía de los centros, o esa tentación apenas ocultada de confundir la selección de los líderes/directivos de las escuelas públicas con la designación de los mismos por la Administración de turno) no parece que llegue a formar parte de las soluciones a los males de la educación española señalados más arriba. Y, ya sabemos, "si no formas parte de la solución, formas parte del problema". Estamos a tiempo de evitarlo, de evitar que una nueva ley se sume a la insoportable irrelevancia de las leyes anteriores para la mejora de la excelencia y la equidad de nuestro sistema de educación y formación. Quiero creer que podemos.