Siempre me ha parecido uno de los peores males de la democracia el ataque personal a un ciudadano por su voto pasado o por su intención de voto futuro. Y ello no sólo porque me parece una intromisión ilegítima en la intimidad de la persona y en su libertad irrestricta de sufragio, sino, sobre todo, porque deducir intenciones y efectos directos y unívocos de un voto es una muestra de irracionalidad: cada ciudadano, al votar, practica un acto de raciocinio y vota a quien considera que mejor va a defender sus intereses, sean identitarios, ideológicos, religiosos o económicos. Recelar de la irracionalidad del voto ajeno y dar por sentada la del propio no puede servir para fundamentar la teoría de la soberanía popular. Por supuesto que el pueblo puede "equivocarse", y no faltan ejemplos históricos de trágicos errores: pero éstos sólo pueden apreciarse a posteriori y sometidos al cedazo de un detenido examen histórico. Por lo tanto, el desprecio por el voto contrario a lo que uno considera oportuno no sólo es antidemocrático, sino absurdo. Por otra parte, en muchos casos, sobre todo en momentos de tensión, muchos esperan que otros ciudadanos voten en clave de castigo, pero sucede que las motivaciones suelen ser más complejas o, al menos, vivirse como tales, incidiendo una pluralidad de razones en el sufragio. No apreciar esto suele conducir a resbalones capitales. La izquierda -incluida la adornada con ínfulas intelectuales- ha caído a menudo en ellos.

Y sin embargo todo ello puede y debe ser compatible con una crítica razonable al voto. Y eso es lo que ahora me interesa. Tratando de ser coherente no atacaré genéricamente al votante del PP, pero me permitiré, en este final de verano e inicio de curso político, dirigirme a él con ciertas consideraciones. Me reconozco contagiado de algo muy común en este marasmo de crisis y ausencia de ideas: una cierta furia me atraviesa, una rabia oscura y sorda que se instala entre el razonamiento puro y las intenciones de mi juicio y mi acción cómo ciudadano consciente. Me preocuparía si sólo percibiera que me pasa a mí. Pero, con un nombre u otro, es una indignación que atraviesa la vida española. Reconocer que no podemos prescindir de esa subjetividad, pero que hay que domarla, de alguna manera, me parece algo necesario, también para practicar una oposición factible. Pero, por ahora, me permitirán que me dirija al votante del PP, que le diga que sí, que muy bien, que no seré yo quien le quite toda razón para su voto, sobre todo porque el coqueteo eterno del PSOE con una gobernabilidad entendida como instalación en la renuncia de ideas, ha favorecido tanto al bipartidismo que miles de ciudadanos sólo conciben una alternativa bipolar que, en este momento, hace crisis en Europa y, a la vez, no soluciona los problemas de gobernabilidad en España.

Sentado ese respeto me gustaría, elector conservador, que usted me diga qué opina sobre que con su voto se niegue la atención sanitaria a inmigrantes sin papeles: ¿le permite su rechazo pasado a ZP sentirse orgulloso de este racismo desalmado?, ¿considera compatible esta crueldad innecesaria compatible con sus creencias filosóficas y religiosas? O, ¿qué opina usted de que los niños tengan que llevar su comida al colegio y, encima, se les quiera cobrar?, ¿considera compatible con su voto que la alternativa posible sea que nuestros pequeños pasen hambre? ¿Y le parece bien que una embarazada de riesgo vea recortado su sueldo si ha de hacer reposo?, ¿considera que esa es la mejor manera de defender a la maternidad? Llegados hasta aquí podría acusarme de haber buscado tres ejemplos especialmente sensibles, sensibleros, incluso. Bueno, así será si quien no puede comer bien, si quien no tiene dinero para pagar la asistencia sanitaria o quien no puede permitirse reposar no es su hijo o su hija, que, si no, ya estaremos hablando de otra cosa. Y, reconózcame que si se trata de evadir las sombras de tanta pena porque usted no está afectado, usted se limita, cómodamente, a sentarse a esperar a los nazis. Ya me entiende.

Pero, en todo caso, una de las características de la crisis es que la invocación de sentimientos adquiere un nuevo perfil, una nueva necesidad, porque estamos tan golpeados por cifras macroeconómicas y conceptos que no comprendemos, que necesitamos imaginar unos ojillos doloridos, un vacío en las tripas o el miedo instalado en la conciencia para evitar que nos inmunice una vacuna de dureza, que nos enferme una lejanía difusa de las cosas que hasta hace poco hacían humana esta parte del mundo. ¿Tendrá usted, votante del PP, más facilidad que yo para evitar esos pensamientos lúgubres, esa visualización de la tristeza? No lo creo. ¿Y entonces qué? ¿Me saldrá con que "los otros" eran iguales? Me permitirá, entonces, que le diga que, aplicado a lo que estamos hablando, el argumento es tan amargo, tan huidizo, que se acerca a lo repugnante. Porque hasta estoy dispuesto a concederle que una continuidad estricta hubiera seguido la misma senda de recortes y abdicaciones morales, pero lo cierto es que está quien está y manda quien manda. Con su voto.

No piense que esto es una reconvención moral. Al fin y al cabo el voto es secreto y lo hecho, hecho está. La cuestión es política. Vale que diga que le engañaron, aunque es, otra vez, razón débil e hipócrita: cualquiera con dos dedos de frente sabía que cada promesa de Rajoy era, y es, la proclamación de su contrario. Pero, ¿hasta cuándo, entonces, permitirá que le sigan engañando? Porque entre elecciones y elecciones hay mucho por hacer, y no me extrañaría, por eso, que usted, votante conservador, vaya a mi lado en la próxima manifestación contra políticas del PP. Créame, no me importa su ética. Haga lo que quiera con ella. Confórmese, si quiere, con seguir votando a políticos encenagados en casos de corrupción o a los que gastaron lo que ahora les falta a los médicos de urgencias o a los comedores escolares. Pero váyase pensando cómo contribuye a configurar las próximas corrientes de opinión política.

Y ya, de paso, una última reflexión para la izquierda: ¿cómo se acompaña a estas masas de electores a hacer una reflexión activa que les borre la memoria de su voto? He ahí, quizá, la gran cuestión política de los próximos meses. No venceremos si no convencemos. Las autoevidencias aburren, son estrechas y baldías.