Siempre que impacta a la opinión pública un crimen violento, especialmente si presenta dramáticas connotaciones sociales o emocionales, se tiende a pensar que sus ejecutores son unos perturbados, porque alguien en su sano juicio nunca sería capaz de llevarlo a cabo. Es lógico. Se prefiere pensar que alguien capaz de matar a un gran número de personas sin motivo grave aparente, o a sus propios hijos, tiene que estar loco, porque eso tranquiliza y ofrece una posible explicación comprensible. Al fin y al cabo, la otra opción es mucho peor: pensar que hay personas que lo pueden hacer con plena conciencia de sus actos, sin ningún tipo de remordimiento y, además, justificando lo realizado.

Y ese parece ser el caso de dos de los últimos sucesos que han conmocionado al cuerpo social por la publicación de nuevos datos sobre ellos: el de Anders Breivik y el del presunto infanticida José Bretón. En el primero de los casos, Breivik ha sido considerado como penalmente imputable y condenado a 21 años de prisión por la muerte de 77 personas; en el segundo, Bretón es -hoy por hoy- sólo sospechoso de haber acabado con la vida de sus hijos de corta edad, pues independientemente de lo concluyentes que nos puedan parecer las pruebas contra él, la fase procesal en la que estamos y el principio de presunción de inocencia que la informan impiden mayor consideración. Cada uno de los sucesos tiene sus propios caracteres y hay condicionantes particulares en ellos que merecerían un análisis más detallado. Pero hay elementos que comparten ambos en lo referido a algunas características personales de sus protagonistas. Especialmente une a tales sucesos la dificultad de la sociedad para comprender sus actos en términos de "normalidad mental", así como la consiguiente paradoja de que, pese a ello, y desde un punto de vista legal, ambos no tengan porqué ser considerados "locos".

Anders Breivik es un asesino de masas de tipo misionario. Es decir, un ejecutor que se ha autoimpuesto la esencial e ineludible función de "liberar" a la sociedad de determinada clase de personas, llamando la atención de la opinión pública sobre una problemática que -para él- es lo más importante en su vida, y debe serlo en la de los demás. Por eso, después de ser detenido, no muestra consternación por sus actos, sino orgullo por el servicio prestado a su causa, como debe corresponder a un "comandante militar del movimiento de resistencia anticomunista noruego y jefe justiciar de la orden de los Caballeros Templarios". Por eso, califica su matanza como un acto "atroz, pero necesario" para salvar a Occidente de la amenaza del Islam.

Si realmente pudiera llegar a probarse su culpabilidad, José Bretón sería un asesino intrafamiliar con un poco habitual síndrome de Medea, por el cual habría asesinado a sus hijos para -de ese modo- castigar a su pareja por la "audacia" de querer separarse. Algo que él, aparentemente con una personalidad psicopática bastante acentuada, no podía permitir. También es poco habitual que el acto culminante del "castigo" no se haya producido en un impulso visceral irrefrenable, sino en una fría, metódica y premeditada acción.

Lo que, probablemente, tienen en común los dos es una personalidad psicopática que les permite tratar y controlar los acontecimientos (o al menos intentarlo) con una total falta de arrepentimiento y frialdad, que parece ostensible en todos sus actos antes, durante y después de los crímenes cometidos. Esto es especialmente manifiesto en su conducta posterior, que es la que no escapa al público a través de los medios de comunicación. Breivik, por ejemplo, no estaba dispuesto a ser considerado como un enfermo mental aunque se suavizara su pena, porque ello cuestionaría la importancia y la veracidad de su "cruzada". Bretón, por su parte, e independientemente de que pueda probarse su participación, ha manipulado (otra característica esencialmente psicopática) a sus hijos para lograr sus objetivos, afirmando que si él estuviera fuera de la cárcel sería más probable encontrarlos.

Pero este tipo de trastorno de personalidad no afecta en absoluto a su inteligencia y voluntad, por lo que, en el caso de probarse los hechos, como ya lo han sido los de Breivik, podría decirse que al actuar, ambos no sólo tenían conciencia plena de su alcance sino que, además -por distintos motivos- querían cometerlos. Es decir, ninguno de los dos entra en el concepto psicopatológico o psiquiátrico de locura ni en el jurídico de "inimputabilidad". Al fin y al cabo la única razón para la exculpación de quien infringe la ley estriba en su desconocimiento de lo realizado o en la imposibilidad de actuar de modo distinto y, como ya se ha dicho acertadamente de Breivik, y quizás los hechos lo digan finalmente de Bretón, ambos eran libres de hacer actos tan depravados como los que ejecutaron.

Antes de estudiarse y acuñarse el concepto moderno de psicopatía, los criminólogos -para intentar calificarlo y describirlo- llamaron a este tipo de personas "locos morales". No sabían aún de qué hablaban, pero tal vez no andaban tan desencaminados. Breivik y Bretón no están locos, pero normales, y en eso asiste razón a la sociedad, tampoco son. Eso sí, la Ley les tratará, si los hechos se demuestran en el caso de Bretón, como personas que sabían lo que hacían y que podían haber actuado de forma distinta a como lo hicieron, sin que quepa eximente alguna por su "locura moral".