Ha causado cierta extrañeza que el ministro de Turismo recomiende veranear en España, sobre todo porque, si en estos tiempos de globalización todos deciden lo mismo, ya sería lo que le faltaba a España, compuesta y sin turistas. De la misma manera, una apelación terminante a consumir sólo productos españoles nos llevaría a situaciones esperpénticas del mayor interés. Total, que el ministro vuelve, como suelen los ministros de este Gobierno, a meterse en un jardín de difícil salida. Y no acierto a imaginar cómo le va a echar la culpa de los males turísticos a la herencia recibida, aunque todo podría ser. Y el caso es que no le falta razón, que como aquí, ya te digo, no se veranea en ningún sitio.

El clima es majestuoso y las sucesivas olas de viento sahariano nos dan un no sé qué de exótico que a ver quién lo encuentra en Edimburgo o en un fiordo. El patrimonio natural es inigualable pero, por si fuera poco, patrióticas y sucesivas decisiones han permitido acumular residuos forestales para que los pirómanos anuales iluminen con más precisión los cielos. Y es que los bosques, todos lo sabemos desde el prodigioso advenimiento de Terra Mítica, son estorbos, y ya va siendo hora que para combatir la crisis y ahorrar en mangueras alguien proponga su total urbanización. Y entre lo natural y lo cultural, ¿no hemos visto estos días a un torero que a modo de muleta usa una ikurriña, en una muestra de sensibilidad soberana? Es más, ¿no ha podido disfrutar la española iglesia taurina de un pitón atravesando delicadamente las capas intestinales de un torero, que, así, ha contribuido heroicamente a la mejora y fama del patrimonio nacional, precisamente en estos tiempos de recortes en la educación? ¿Dónde puede contemplarse algo así?

¿Y qué decir de las fiestas? Lo de la Nit de l'Albá ha sido de nota y la alcaldesa ilicitana ha salido iracunda a atacar a quien pueda dudar de su buena gestión, faltaría más, escondiéndose detrás de los heridos y sin dar explicaciones claras de lo acontecido. Y es que alcaldes y alcaldesas, en sí, son turísticos reclamos demasiadas veces infravalorados. Mire usted, si no, al de Marinaleda, tan rudo que parece de diseño, y al que me permito advertir que un dinerillo podría sacarse para los pobres si se montan tribunas desde las que aplaudir la toma de fincas o supermercados. A partir de ahora, cada vez que vaya a Mercadona lo haré con una bandera roja, por si acaso debo sumarme a la cosa. Lo que nadie le negará es su capacidad para acceder a la prensa burguesa. O sea, que bien, que nos tiene entretenidos los ocios estivales desde una perspectiva que pide a gritos, sólo, unas puntadas de marketing.

Luego está el deporte, que me han dicho que este fin de semana comienza la liga más liga que los siglos vieron y unos y otros andan apesadumbrados o exultantes, o las dos cosas a la vez. Mi suegra ha abandonado su afición por el Numancia y se ha pasado a la Ponferradina. Yo persevero en mi amor al Hércules pero reconozco que es un amor distante, como quien ama a un esperpento recosido, a una perdularia amante perdida en un tango y ahogada en una botella. Cuando el Hércules ascendió milagrosamente hace un par de temporadas, la Cámara de Comercio pagó un informe -así van las finanzas de los empresarios alicantinos, tan tiernos- en el que demostraba que la provincia y ciudad obtendrían unos retornos de 12 millones de euros, o más. Yo no sé si alguien los ha visto, pero a la vista de los últimos estudios sobre el turismo alicantino, más vale que al Rico Pérez lo pongan bajo la tutela del MARQ y que el Hércules, sin más, se deslice a un Hades de sombras donde no se hable de sus absurdas peripecias. Menos mal, en fin, que mi cuñado ha ganado una regata haciéndome conservar la fe en las virtudes de lo deportivo, que si no, de qué iba yo a perseverar con la bicicleta estática.

Pasando a palabras mayores está lo de Lloret de Mar, que, según tengo escuchado, un programa de una tele alemana hace una especie de Gran Hermano en la población catalana en el que los concursantes han de demostrar que beben y fornican más que nadie. Hasta una canción germano-bacalaera han hecho. Los hoteleros y comerciantes se han puesto como burros con la cosa, porque tienen mucho más que ofrecer. Y debe ser verdad. Calor y medusas no deben faltarles, pero, en todo caso, la costa española se ha pasado décadas apostando a la fealdad del negocio fácil y los amaneceres dorados del aquí te pillo aquí te mato de garrafón, como para que ahora nos espanten estas rasgaduras de vestiduras.

En Benidorm -¿cómo no hablar de Benidorm, Dios santo?- también ha pasado algo parecido. Bueno, pasa casi todas las temporadas que alguien dice algo de la Capital-de-la-Costa-Blanca que achica el alma de los lugareños y espanta los deseos de los negociantes, que quieren que el negocio sea tan fácil como glamuroso, lo que no han conseguido. Así que la nueva concejala del ramo ha decidido retirar los Candados de Amor que, fíjese usted por dónde, molestan por no sé qué. Y es que Benidorm, en el imaginario conservador, no es ciudad para el amor, sino para el sexo, que el amor es cosa más dilatada, más propia de ser cantada por gondoleros venecianos que por chiquitas permanentes a su acordeón. Lo que no entiendo es porqué no promocionan, lisa y llanamente, la política municipal. Aquí no vale herencia que invocar: sencillamente, en épocas de crisis, han alcanzado lo sublime y, tras años de entrenamiento, demuestran que no es que todos sean iguales, sino que son igual de ruines y mezquinos en sus ambiciones. Dicho sea con todo amor. O con lo que haga falta.

Así que aquí estoy, disfrutando de esta calorina española, esperando que pase todo esto para empezar a manifestarme. Por lo que sea. Pero con fresquito en el otoño caliente. Y es que debe ser cosa de la edad, pero uno se cansa de tanta estupidez. Y de que los ministros no encuentren un rato para descansar, aunque sea en Gibraltar o en Andorra, o en el fondo de una mina de carbón.