as Hogueras de Alicante andan enzarzadas en la discusión de si la festividad de San Juan debe celebrarse siempre en domingo, caiga donde caiga el 24 de junio en el calendario. Y en medio de un debate de tanta altura, el president Fabra se descolgó el miércoles, precisamente en Alicante, con la propuesta de que San José se traslade, al menos durante unos años, al lunes, lo que le valió que desde el balcón del Ayuntamiento de Valencia le lanzaran metafóricos huevos Rita Barberá y sus conmilitones, poco menos que al grito de «¡sacrilegio, sacrilegio!». ¡Qué estupidez! No habían pasado ni 48 horas y ya nos habían resuelto la duda: la cremà de las Fallas o la de las Hogueras no será ni en lunes ni en domingo. La cremà ya ha sido este viernes y no sabemos si habrá más.

Los valencianos no hemos necesitado nunca leer a Valle Inclán, pasear por el callejón del Gato, entender el efecto de los espejos cóncavos ni qué es el esperpento. Porque los valencianos somos esperpento, tenemos naturaleza de ninots y la deformación de la realidad no es algo que tengamos que aprender sino que va en nuestros genes. Los ninots son justamente eso: la deformación de la realidad. Y nosotros nos hemos comportado siempre como tal: como muñecos que representaban una realidad deformada y, las más de las veces, grotesca. Sólo que hace tiempo que olvidamos la crítica social que daba sentido a esos ninots, para quedarnos sólo con el trazo grueso, a veces chabacano, con que los construimos.

Uno de los más antiguos mantras de la democracia sostiene que los presupuestos son la expresión cifrada de un proyecto político. Si no puedes conformar tus presupuestos, si no tienes control sobre ellos, entonces no haces política: te la hacen. La Comunitat Valenciana pidió el viernes el rescate al Gobierno de España. Fin, por tanto, de la historia; de la autonomía entendida como hasta aquí nos la habían contado. Hemos pasado a ser un ente administrativo, con un macroparlamento más inútil que nunca y un Consell que, de gobierno, se transforma en Delegación del Gobierno.

La mayoría de los periódicos estamos haciendo balance de por qué ha ocurrido lo que ha ocurrido. Es lógico, pero resulta a estas alturas inútil. No es difícil hacer la relación de despropósitos: Canal 9, la Ciudad de las Artes y las Ciencias, el Palau de las Arts, Calatrava, Julio Iglesias, Terra Mítica, la Ciudad de la Luz, el aeropuerto peatonal de Castellón, cuyo único avión corona el ninot –otra vez el ninot– que Ripollés le hizo a Carlos Fabra... Todo una falla –o una hoguera– sin base suficiente para no caer; todo sustentado sobre un mito que retorcía la realidad hasta hacerla irreconocible: hablábamos del «milagro valenciano» mientras tacita a tacita íbamos desamortizando la Sanidad pública; mientras la Comunitat se poblaba de barracones, en vez de aulas; mientras partíamos las universidades en lugar de reforzarlas; mientras los servicios sociales básicos se privatizaban y dejaban de prestarse no más cumplido el primer trimestre del ejercicio. Éramos «ricos», contribuyentes netos a la financiación del Estado, que siempre nos maltrató gobernara quien gobernara en Madrid y en Valencia, y nos acogíamos a esa «verdad absoluta» sin preguntarnos por qué, si tan ricos éramos, estábamos por debajo de la convergencia europea.

Escuchamos atónitos a Joan Lerma, vestido por unos minutos de guerrillero, proclamar aquello de «se acabaron los tiempos en que Madrid mandaba y Valencia obedecía», y muchos aplaudieron. Oímos a Eduardo Zaplana decir que iba a poner la Comunidad Valenciana en el mapa, y la mayoría se relamió de gusto. Vivimos el paroxismo de Camps repartiendo a espuertas el dinero que no teníamos (a El Bigotes, a Ecclestone, a la Volvo, a la Copa del América, a Urdangarin... a todo el que sabía arrimarse) y de nuevo una legión prefirió mirar para otro lado antes que preguntar qué locura estaba cometiendo. Tanto fue así, que Camps logró encadenar los mejores resultados electorales de la historia cuando ya el castillo de naipes se estaba desmoronando y con una candidatura que, como comentó con sorna aquí mismo mi compañero Andrés Castaño, no se sabía si la había confeccionado el comité de listas del PP o la oficina en España del FBI. Somos ninots y no es que nos guste el esperpento: es que si Valle levantara la cabeza reescribiría Luces de Bohemia para trasladar aquí la acción.

Pero el mal que nos ha hecho ser los más pobres, en lugar de los más ricos; los primeros en necesitar salvavidas para no ahogarnos, ese mal es más profundo que la locura política de Camps, que el afán de notoriedad de sus antecesores o que la debilidad de su sucesor. Porque nuestra quiebra no es sólo económica. Es sobre todo política, social y de valores. Nunca hemos sido capaces de vertebrar nuestra autonomía: hemos perseverado en el modelo de una Valencia prepotente, un Alicante victimista y un Castellón aparte. Jamás hemos explotado, más que en la retórica, nuestras virtudes: al contrario, hemos transformado una tierra de emprendedores en un predio de subvencionados, porque así se manipulaba mejor a la sociedad. Hemos pagado sicarios para que se encargaran de demonizar todo espíritu crítico, de lapidar a cualquiera que señalara que el rey iba desnudo. Hemos infiltrado la educación, la cultura, la prensa, hasta minarla: el pelo y el peinado de Consuelo Císcar o de Carmen Alborch eran más relevantes que el IVAM; los vestidos de Rita Barberá, más que la gestión de la tercera ciudad de España.

Hemos mantenido el listón de acceso a un parlamento autonómico más alto que existe en este país para asfixiar el pluralismo político y reducir el juego a dos grandes partidos podridos de clientelismo, en los que hace mucho tiempo que no gobiernan los mejores, sino que a esos es a los que se les expulsa. Hemos convertido, en definitiva, el tópico del Levante feliz, con lo mucho que nos enervaba, en una forma de vida. Si en algún sitio el mérito, el esfuerzo y la capacidad han dejado de ser valores para apostarlo todo a la especulación, al negocio fácil, a la teta de las administraciones, ese sitio ha sido la Comunitat Valenciana. Y todo rematado por el lógico corolario de un sistema así: la corrupción instalada a todos los niveles.

Pero lo único que a estas alturas vale es responder a la pregunta de qué vamos hacer a partir de ahora. ¿Y ahora qué? Y lo terrible es que es una pregunta para la que no se atisba respuesta. Haría falta una refundación desde sus mismas bases de nuestro esquema autonómico, pero no se va a hacer. Haría falta liderazgo social, pero esta es una tierra que prefiere pasar el tiempo discutiendo si aquello que viene por allí son galgos o podencos, antes que actuar de ninguna manera y significarse. Sería necesario liderazgo político, pero tenemos un president desbordado, que no transmite convicción en nada de lo que hace y que lo único que traslada es una sensación de agobio, valga el juego de palabras, agobiante. Haría falta una oposición fuerte, pero el PSPV no es capaz de deshacerse de sus propios demonios ni siquiera en un momento como éste donde parece llegada su hora, y los demás dan la impresión de conformarse con no tener más estrategia que estampar en camisetas unas cuantas ocurrencias y venderlas en el Twitter.

Eso sí: seguimos haciendo bueno el himno y ofrendando cada día nuevas glorias a España. Fuimos los primeros en perder el sistema financiero y ahora hemos sido los pioneros en ser intervenidos. Marcamos el rumbo, así que quizá nos ganemos una línea en la historia porque con nuestra actuación hayamos precipitado el rescate de España o, al menos, la reformulación a la baja de las autonomías. Tristes logros, pero era lo que cabía esperar de nosotros. Al fin y al cabo, somos ninots y nuestro destino es acabar reducidos a cenizas. En ello estamos.