Ciento treinta y siete años. Ésa es la edad que tenía la CAM cuando esta semana falleció. Cuando uno llega a cumplir esos años, sólo puede esperar que su muerte no sea dolorosa. Y que sea digna.

Qué les voy a contar. Casi siglo y medio enterrados bajo el epitafio que hace unos meses sentenciara el poco inocente, en este proceso, gobernador del Banco de España, Miguel Ángel Fernández Ordóñez. "Lo peor de lo peor".

Fue grande mientras duró. Creció cultivando un lento proceso de agregación que fue arrastrando pequeñas entidades, medianos territorios y grandes esperanzas. Llegó al tramo estrecho de la pirámide del sistema financiero español. Resistió, mientras pudo, las nada razonables presiones de Zaplana y Camps en su enloquecido intento de convertirla en un fiel instrumento de su megalomanía. Y sucumbió, finalmente, a la ensoñación de una quimera inmobiliaria imposible y tramposa.

Y la muerte fue dolorosa. Más de cincuenta mil seres que, fundamentalmente, en este territorio confiaron en su caja de toda la vida ven hoy su fe ciega tasada en cero euros. Otros se ven atrapados en un corralito "preferente". Ni siquiera, es capaz de perpetuarse como una plataforma altruista, vocación de la que tanto se ufanó desde la Obra Social. Dos enterradores nombrados por la autoridad competente certificarán, finalmente, el fin de una institución que constituyó el telón de fondo de la vida y negocios de esta tierra. Doloroso. Muy doloroso.

Y qué decir de la dignidad. No hay peor nicho que el de una sala de la Audiencia Nacional. Significa que el mal no estuvo en la viabilidad, sino en la negligente gestión de esa viabilidad. Pero, incluso, cuando eso ocurre, queda la nobleza. Eso que hace que, cuando tus clientes -gentes sencillas, desconocedoras de los peligros de la jungla financiera, que suplieron desconocimiento con confianza- sufren un serio perjuicio patrimonial, uno sabe estar a la altura y ofrecer lo que queda: lealtad y solidaridad en las pérdidas. Qué lejos de la respuesta real. Sueldos de opulencia e indemnizaciones indecentes de última hora para pertrechar la desbandada. No puedo decir que esta conducta no haga juego con los tiempos, pero sí diré que resulta difícil descubrirla en personas que, en su día, se revelaron como muy buenos profesionales y comprometidos con la institución. Hoy comparecen con la cabeza baja, expuestos a bloqueos de cuentas, embargos preventivos de propiedades, retiradas de pasaporte y presos de la desconfianza mutua que produce el muy comprensible sálvese quien pueda.

Pero, si entre los implicados se encuentra un tal Modesto Crespo, el tema, definitivamente, se ilumina. Un crack. Llegó con la presidencia de la CAM a la cima de sus ambiciones de alpinismo social. Y, cuando lo hizo, no se conformó con la función de presidencia a secas que asumieron sus antecesores. No va con él. Se deslumbró a sí mismo. Y se implicó. El pasado miércoles se dio ante el juez un baño de modestia a juego con su afamado nombre. Que él no tenía capacidad ejecutiva; cuánta aspiración para tan poco poder. Que él no cobraba sueldo, tan sólo dietas; trescientos mil euros. Espectacular. Que aprobó las galácticas retribuciones de la directora general para no ser acusado de sexista. He ahí todo un caballero español. Y, lo más singular, que su función en la caja era hablar con el obispo. Hay gente que se extraña. Está muy claro. A ver, qué tiene que hacer el presidente de una caja si no es hablar con el obispo. Y, créanme, el muy devoto espíritu de Crespo le llevó, sin duda, a pensar que los ingentes problemas de la CAM ya no eran solucionables en el reino de este mundo. La conducta del singular Modesto Crespo absorbe todo el componente tragicómico de la caída de la caja.

A las instituciones financieras se les respeta, se les teme, se les necesita. A la CAM, en esta tierra, se la quería.

Por cierto, en portada del mismo jueves en que este periódico daba cuenta de las declaraciones de los gestores de la caja ante el juez Gómez Bermúdez había un breve titular que resultaba de lo más simpático: "Una señora de Almoradí encuentra una bolsa con veinte mil euros y la devuelve". Qué cosas. Y sin hablar con el obispo.