Cuando el verano asoma a mi descubierta ventana capilar todo el sol que lleva acumulado a lo largo del año sin el más mínimo ápice de piedad, renuncio de inmediato a comer ensaladas, sopas frías, gazpacho andaluz y helados; por el contrario, no puedo reprimir mi lujuria golosa por la fabada, el cocido, un meloso rabo de toro, el gazpacho manchego o el botillo del Bierzo, todos acompañados de un buen y abundante vino tinto. Imagino que a ustedes dos les pasará igual. Es el poder mesmérico que para unos cuantos elegidos y elegidas tiene el calor. De ahí que las digestiones se hagan reposadas y eternas, gustosas a la suave conversación acondicionada por el fresco aire de una sinfonía, a poder ser, del dubitativo y religioso Bruckner: la novena, por ejemplo, dirigida por Sergiu Celibidache. No les recomiendo que hagan la prueba en tiempos de tribulación y ansia como los que estamos viviendo, porque las compañías de seguros se niegan a firmar una póliza de vida si en el cuestionario delatan estas costumbres (yo me hice la póliza cuando aún no existían compañías de seguros, solo los "ordinarios" del lugar, que en gloria estén). Y estando este servidor en ese trance divino, de sopetón, sin dejarme ni tan siquiera acabar el trozo de tocino ibérico con el que pretendía untar el pan sobado, aparece en la pantalla del televisor en blanco y negro de mi vecino el imperturbable rostro del hombre tranquilo, pero en vez del de John Wayne, el de Mariano Rajoy. Y no es lo mismo, John, no es lo mismo.

Creo recordar que estaba escuchando el segundo movimiento de la novena bruckneriana -la heroica lucha entre los enérgicos acordes del "scherzo" y las no menos potentes percusiones que yo le procuraba al tocino-, cuando quiet man anuncia solemne que, en cumplimiento de su programa electoral, sube el IVA, baja las pensiones, quita la deducción por vivienda, quita la paga de Navidad (¿qué opinará la Iglesia?), quita las ganas de comer y no me quitó la fabada porque conseguí esconderla en la alacena de mi mentado vecino, que como en su día hizo una excursión a un sanatorio escondido en la montaña mágica de Thomas Mann junto a un esforzado grupo de las juventudes populares -merienda incluida-, estaba exento del diezmoÉ el vecino, no Thomas Mann. De tal forma que pasé de disfrutar lo feliz que estaría mientras hago la digestión de la fabada, a leerme de un tirón y en polaco antiguo Mientras agonizo, junto a William Faulkner y un largo whiskie sour de bourbon americano servido a la temperatura que más le gustaba al genio: muy frío y así repetir varias veces. A mí me repitió el "compango" de la fabada, qué disgusto no tendría.

No piensen que me encuentro en un repentino ataque de egotismo, solo hablando de uno mismo y sus desgracias culinarias, no. Lo que me produce acidez en el estómago de la indignación -pese al tarro de omeprazol con que suelo combatirla- es contemplar desde la eternidad que nos van ofreciendo los años, los años que aún nos quedan de escuchar promesas que jamás se cumplirán, las cartas de amor que deberemos devolver a estos seres superiores por mor de sus inacabables mentiras, de su falta de sinceridad ante un amor entregado sin doblez, espiritual, sin esperar nada a cambio. Y a cambio de ese fuego pasional recibimos el latigazo de esa pasión de los fuertes, "my darling Mariano", dirigida sin piedad al débil y crédulo populacho que jamás alcanzará el cielo por ellos prometido al ser pobre de espíritu, llorón, manso y con hambre y sed de justicia, "my darling Mariano".

Ya ven, dilectos lectores, cual sutil, etérea, resulta la línea que les separa a ustedes dos de ellos; es la eterna Línea Maginot trazada por un estado mayor de políticos que se han hecho demasiado mayores al llegar al Estado. Es la línea recta que jamás unirá dos puntos distintos y distantes, el del gobernante y el del gobernado. Es la línea que permite a quienes gobiernan seguir viviendo sin más apreturas que las producidas por su orondo y agradecido estómago a costa de aquellos a los que no dejan vivir a base de apreturas que terminan por vaciarles el estómago. Es la línea de los centenares de miles de políticos y allegados subidos al repleto carro de la gloria mientras el magro carro de heno de los ciudadanos baja a los infiernos de la miseria y el delirio que pintara El Bosco. Es la delgada línea que permite a Bibiana Aído, Leire Pajín o Elena Salgado; a Rodrigo Rato, Ángel Acebes y tantos directivos de cajas de ahorro cumplir sus sueños (siempre les vienen después de sus fracasos, qué casualidad, y nunca sueñan con ir a Sudán, sino a Nueva York) mientras que ustedes no pueden ni soñar sabiendo que el cartero del paro, el miedo, la desesperanza, el sufrimiento, la inseguridad laboral y hasta la pobreza siempre llamará a su puerta dos veces. I have a dream. Me too.

Acaba la novena sinfonía de Bruckner -pese a ser inacabada-; la fabada se ha ido a Nueva York con el tocino para cumplir su anhelado sueño de verano; no queda vino, y la dolorosa digestión que nos auguran los mismos galenos que nos la produjeron se asienta amenazante mientras ellos se sientan en su cómodo sillón de las recetas para recrearse nuevamente en la grande bouffe que les espera. Mientras hago la digestión. Mientras agonizo.