Desde que estalló la maldita burbuja inmobiliaria que nos trae de cabeza, cada día nos desayunamos con el anuncio de una nueva catástrofe. Esperamos la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros -que se hace con la mirada puesta en Alemania y con Merkel al teléfono-, con la angustia con que César esperaba el dictamen de los arúspices para ver por donde le venía el hachazo del destino.

En 2008, año infausto aunque siempre puede ser peor, saltó el pufo de Lehman Brothers. Supimos de forma violenta qué eran productos inmobiliarios tóxicos y que la contabilidad de algunos bancos la hacían Pepe Gotera y Otilio auxiliados por un primo de Juan Tamarit. Chulos como un ocho, pensamos que la cosa iba con otros y podíamos seguir viviendo como siempre por ese mecanismo de defensa imbécil que usan los más tontos de la clase: lo malo va con otros, no conmigo.

Escuchen la tertulia del bar: todo el mundo lo sabía, todos habían avisado de la hecatombe y nadie hizo caso al gurú en su momento.

No se puede dar un préstamo -a quien a duras penas podrá pagarlo-, sobrevalorar un inmueble traspasando el límite de la imprudencia grave y defender que la hipoteca sobre el mismo valdrá para pagar casa, coche, muebles, escrituras y un crucero por los fiordos noruegos para que la pareja compradora pueda entrar en harina y en intimidad.

¡Pida por esa boca, estamos que lo tiramos! Parecía el lema de algunos bancos. Alguien deberá responder de esa política. Parece que no.

He oído a inmigrantes quejarse: "nos ofertaron una hipoteca a medias entre varias personas". Como avalándose unos a otros, compartiendo la compra unos con otros como de piso patera o colectivo. Entra en escena la terrible pescadilla que se muerde la cola y aparece siempre. Queda en paro uno y no paga, se asfixia otro, se fuga o discute un tercero y la junta acaba como el rosario de la aurora: ya tenemos otro impagado, un activo tóxico que no cobrará -la entidad lumbrera que ideó el negocio- en la puñetera vida. ¿Tiene alguien la culpa de eso? No. Esa manera de actuar es intrínseca a la naturaleza humana. Hay que ser imaginativo para los negocios redondos.

Un líder con gafas de sol dice: "hombre, no le voy a decir yo que la inauguración del aeropuertoÉ yo llevo mucho tiempo en esto". Y parece que habla de que un aeropuerto se hizo y se inauguró pensando en elecciones, no en la necesidad de que aterricen y despeguen aviones. Hasta hoy no ha aterrizado ni despegado uno, que yo sepa. La infraestructura se ha usado para que paseen jubilados y admiren la gigantesca y hortera estatua promovida por el prócer. ¿Responde alguien o es un descuido excusable de un buen y prudente padre de familia?

Bastantes veces he recibido, cada mes o mes y medio, una carta bancaria con una propaganda que decía -más o menos-:

"Tiene usted en esta sucursal su préstamo de tantos mil euros. Solo debe firmarlo". ¿He pedido un préstamo? Debo de ser sonámbulo. No tengo conciencia de tal petición.

Tengo cuarenta años, aprobé una oposición hace doce y he trampeado -un día por otro- trabajando menos que un santero de Cuba en el Vaticano. El trabajo me da angustia, me incomoda, no me la encuentro y lo veo todo negro. ¡No se preocupe! Somos un país floreciente. Venga con dos papeles facilitos y lo jubilo como las balas. Luego, cobrando, se distrae haciendo una tesis sobre la estructura familiar de la almeja mediterránea que es un tema apasionante. Jubilado y relajado va usted a durar más que un martillo enterrado en paja. Cobrando.

He ahí la clave del problema flagrante que nos quita el sueño: Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Nos han metido el dinero por los ojos. Se nos ha enchufado -hasta la última neurona- la ideología de nuevos ricos: hay que tener más zapatos que Imelda Marcos, hay que comprar y comprar, hay que cambiar de coche cada dos años y tener segunda vivienda para fardar de primera línea de playa, hay que hacer obras faraónicas aunque luego se mueran del asco y se deterioren porque no hay para mantenimiento. No se puede mantener una relación sin llevar a la pareja -para demostrarle el amor- hasta las islas chimbambas como mínimo porque queda muy pobre declararse en Torrellano.

Las consecuencias están aquí: la peña asfixiada y entrampada hasta las cejas, los bancos en situación indescriptible y sin dar crédito, aumenta el paro, bajan los sueldos, predicen miserias para la jubilación, suben las retenciones, nos amenazan con el copago ahora que hemos entrado en edad de tener achaques yÉ aún conozco políticos que creen que esto no va con ellos, que ellos deciden su sueldo, sus dietas, sus viajes y sus machacas y eso está al margen de la tormenta perfecta en que estamos instalados. Algunos no hemos hecho ninguna tesis sobre la almeja mediterránea o el langostino de Guardamar, no hemos podido hacer ni un curso de corte y confección ni de bricolage del automóvil. Si mis gestores me acojonan con la indigencia a los 65 años, después de 43 cotizandoÉ ¿qué podemos hacer en las próximas elecciones? Hay que ir pensándolo.