Un sesenta por ciento de los ciudadanos considera a los jueces y magistrados como el colectivo que le merece menos confianza de entre todos los que desempeñan funciones públicas según el último barómetro del CIS. Indigna una noticia así, porque a nadie se le oculta que la culpa directa de esta negativa valoración no reside en los profesionales que cada día desempeñan con dedicación su trabajo con falta de todo tipo de medios y sujetos a controles sobre su independencia cada vez más expresivos. El origen de la pésima imagen del Poder Judicial reside en la clase política, en su afán indisimulado por controlarlo, por estructurarlo conforme a sus intereses, por dividirlo en bloques incompatibles con la noción de independencia, por buscar para ocupar los más altos tribunales a sujetos leales y no siempre los mejores.

Un Estado democrático comporta ineludiblemente un rígido sistema de controles que impidan la arbitrariedad, que limiten el poder absoluto. Al Ejecutivo lo ha de controlar el Judicial, al igual que ha de hacer con el Legislativo cuando las normas que apruebe violen la Constitución o los tratados internacionales. El Poder Judicial, de este modo, actúa como garante del sistema democrático, siendo la independencia el elemento indispensable para ejercitar esta función que asegura correctamente la división de poderes. El Judicial no puede estar supeditado al Legislativo aunque este último tenga su origen en la voluntad popular, porque el Judicial no se legitima en nuestro modelo por criterios de representación electoral, sino por su estricta independencia, la que se consigue mediante mecanismos que aseguren la inamovilidad y la imparcialidad absoluta de los magistrados, sin injerencias de ningún tipo en el ejercicio de su función. Sin un Poder Judicial independiente, que controle a los demás y a los partidos políticos, es imposible hablar de un sistema democrático, sino más bien de uno autoritario en el que el único poder es el Ejecutivo al cual se subordinan los demás. Funciones y no poderes. Unidad de mando. ¿Les suena a algo?

La clase política española se ha profesionalizado, lo que ha llevado, entre otras causas, a que en la actualidad haya abiertos alrededor de setecientos procesos penales abiertos por delitos de corrupción, de los cuales, quinientos se dividen casi a partes iguales entre PP y PSOE. Ahí está la clave de la pretensión de controlar, de maniatar al Poder Judicial, de buscar para ensalzar a aquellos magistrados que son más propensos que otros a escuchar los cantos de sirena que les obnubilan la mente y la voluntad supeditándolos a la codicia del poder o, simplemente, que no oponen resistencia a lo que sería su obligación oponer, porque hacerlo anularía sus legítimas pretensiones. El silencio de las asociaciones judiciales es expresivo y preocupante, debiendo valorarse en su justa medida cuando nunca como ahora los hechos exigirían respuestas contundentes.

La imagen de la Justicia hoy es la de un CGPJ totalmente desprestigiado hace tiempo y roto en mil pedazos por causa de la explosión de noticias que lo han llevado a un lugar al que nadie podía intuir que se llegaría. Gastos injustificados, despilfarro, reyertas internas con poco estilo y demasiado explícita y poca prudencia en los nombramientos, así como excesiva complacencia con las indicaciones superiores, incluso aparentemente representativas de las facciones de los partidos proponentes. En fin, un drama para el Estado de Derecho que se está resolviendo de la peor forma posible, mediante la aplicación de criterios políticos tan ramplones en los partidos y ordinarios, como intolerables en el Poder Judicial. El más llamativo, confundir la responsabilidad penal con la ética. No todos los que no son delincuentes están legitimados para asumir responsabilidades públicas. Podrá Dívar no haber incurrido en delito, pero sin duda que sí lo ha hecho en lo moralmente reprobable.

Las decisiones no pueden esperar. Son urgentes. Como no es posible su disolución, todos los consejeros deberían presentar su renuncia ante el presidente, como dice la ley, habida cuenta el ambiente insoportable en que se mueve el CGPJ. Y, una vez aceptadas todas ellas, el presidente hacerlo ante el Rey. Y a empezar de nuevo con un modelo en el que los partidos se abstengan de toda intervención. Déjense algunos de pregonar la virtualidad democrática, engañosa, de un modelo pervertido, de un sistema corrompido que ha hecho olvidar al CGPJ su función como órgano de gobierno del Poder Judicial, transformándolo en una institución política en el peor sentido de la palabra.

Un país que no confía en su Poder Judicial y que tampoco lo hace en su clase política es susceptible de tentaciones extremas, como está sucediendo -y siento escalofríos al verlos- en buena parte de Europa. Por encima de los intereses de los partidos está el Estado y el modelo democrático que tanto costó y que está padeciendo un deterioro gravísimo en la opinión pública cuya responsabilidad recae en unos pocos que tienen la obligación ineludible de abandonar sus posiciones interesadas y devolver a la ciudadanía la ilusión perdida.

Tal vez el daño al Poder Judicial entraba dentro de las estrategias calculadas para el control absoluto del Estado; no me extraña que así fuera porque todo lo hecho ha sido tan brutalmente erróneo que no puede ser casual y menos en quienes manejan con todas las artes conocidas los instrumentos del dominio de las instituciones y de la opinión pública.