Hace unos días, el presidente de Mercadona nos advertía sobre la necesidad de "ponernos las pilas" y trabajar más, si no queríamos ser intervenidos. La reconvención iba mucho más allá, repartiendo responsabilidades a diestro y siniestro. Según el Sr. Roig, "nos hemos pasado como país treinta pueblos, incluidos los sindicatos, los empresarios, los bancos, los políticos, todo el país". No es la primera vez que el exitoso empresario se expresa en público sobre los males que nos aquejan. Recuerdo como, no hace mucho, nos exhortaba a imitar la cultura de los "bazares chinos", a terminar con el despilfarro de dinero que generan "todas las administraciones públicas" de todos los colores y a "desincentivar el paro". Esta manera de realizar admoniciones generalizadas es muy del gusto de algunos personajes y conecta con lo más granado del pesimismo histórico español que, por lo visto, no acabó con la generación del 98.

La cuestión está en dilucidar si ese tipo de recriminaciones globales sirven para algo más que para dejar satisfecha la conciencia de quienes las realizan, como si ellos ya hubieran hecho un gran esfuerzo para resolver los graves problemas que nos aquejan a todos. Como desahogo personal no está mal y suele tener éxito, cuando proviene de quien se ha ganado un cierto prestigio público. El problema es que si todos hemos actuado mal y la culpa de lo que pasa es de todos, no hay responsables de nada, se pierde la capacidad de analizar los errores cometidos y las cosas siguen igual. Para corregir lo que va mal y dado que, en materia de procesos sociales o económicos, las cosas no se estropean de la noche a la mañana, es preciso profundizar mínimamente en el origen de los problemas, analizando actuaciones concretas y valorando los efectos producidos por las mismas, para detectar aquéllas que han dado lugar a la situación infectada que se pretende cambiar. Del mismo modo, es necesario atribuir responsabilidades a los actores públicos, lo que exige precisión. La asunción de responsabilidades es algo consustancial a la sociedad democrática, pero no se puede materializar si las responsabilidades no se concretan.

Es frecuente la descalificación de colectivos completos, singularmente, aunque no exclusivamente, del colectivo de los políticos. Algunos lo hacen con un objetivo muy claro: donde no mandan los políticos mandan las pistolas, que también hacen política. Pero lo que preocupa es que muchos lo hacen ignorando las consecuencias de descalificar globalmente a los políticos. Esto no solo resulta injusto sino que tiene efectos demoledores para el sistema democrático, en su conjunto. La generalización lo tapa todo y nos iguala a todos, impidiendo la atribución de responsabilidades. Es el paraíso para los golfos, los irresponsables o los vagos. La crítica, para resultar útil, requiere un mínimo esfuerzo de información y de reflexión por parte de quien la realiza. Evidentemente es más cómodo generalizar cuando hay problemas. Para eso no hay que fatigarse mucho. No hace falta informarse, ni contrastar, ni reflexionar nada. Tampoco hace falta comprometerse, ni molestar a nadie. Porque para pedir responsabilidades hay que señalar y eso, muchas veces, molesta al señalado. Es más fácil generalizar, aunque sirva para poco o debilite al sistema y a su capacidad de funcionar correctamente. Lo que de verdad conviene que haya mucha más crítica para la salud del sistema democrático, pero lo que también conviene es que haya menos descalificación generalizada.

Algo parecido está sucediendo con las apelaciones acríticas al consenso entre los partidos que se vienen realizando desde algunas tribunas. En principio, un acuerdo es algo positivo porque pone de manifiesto una suma de voluntades y, consecuentemente, refuerza las posibilidades de que su contenido se lleve a efecto. Ahora bien, lo importante de un acuerdo es precisamente ese contenido porque es ahí donde se encuentran las actuaciones que se han de materializar. Elogiar los acuerdos, en abstracto, está bien, pero seamos conscientes de que elogiamos lo instrumental frente a lo sustancial. Si mañana los partidos mayoritarios acordaran suprimir el sistema público de pensiones, por poner un ejemplo, ¿cómo lo valoraríamos? ¿Como un acuerdo y, por tanto, como algo positivo o como una barbaridad, por mucho respaldo que llevara? Para mí sería una barbaridad, aunque para los ultraliberales podría ser hasta positivo. Quiero decir con esto que las apelaciones al consenso en abstracto y sin entrar a valorar sobre qué políticas concretas se puede construir ese consenso, tienen el mismo valor que las descalificaciones globales a las que me he referido en párrafos anteriores. Sirven para que descanse la conciencia de quienes las enuncian, pero para poco más.

Recientemente, las apelaciones al consenso se suelen adornar con un reparto equitativo de culpas entre los partidos que protagonizan "las peleas". Vuelta a la generalización. Pongamos otro ejemplo: en la falta de acuerdo en Televisión Española, ¿tiene la misma responsabilidad el Partido Popular que el resto de los partidos? ¿Es mejor elegir al Director por mayoría cualificada, lo que obliga a la negociación y al acuerdo, como establecía la Ley impulsada por Zapatero o que lo pueda elegir por Decreto el Gobierno, como ha impuesto Rajoy? Parece evidente que todos no tenemos el mismo grado de culpa en que algunas cosas vayan como van.

Lo que necesitamos en estos difíciles momentos es un poco más de rigor y de valentía, a la hora de hablar de la marcha de los asuntos públicos y menos prédicas abstractas exhortando a la bondad. Halagar la propia conciencia, endosando las culpas a todos los demás, puede resultar muy gratificante para uno mismo pero es muy poco ejemplarizante, en mi opinión. No aplaudamos por ello.