Hemos envejecido un año desde la marcha de nuestro amigo el maestro. Tal día como el dos de junio de 2011, noventa y un años, y la enfermedad, acabaron con la vida de uno de los más ilustres personajes de nuestra historia, la más cercana, Vicente Ramos Pérez.

Conocí a Vicente, así gustaba que se le llamara desde la cercana amistad, siempre ofrecida, en su casa de Vistahermosa. Sentados alrededor de la mesa de comedor, las viandas eran una excusa para oír hablar al hombre culto. Por entonces yo había traído desde Granada, empujado por los jóvenes poetas andaluces, un proyecto de revista. Dirigí Lasser hasta que el puño de la intolerancia quiso decapitarlo.

Acababa de publicar su libro de poemas nuestro Alfredo Gómez Gil, y Vicente tuvo a bien organizar una cena familiar con el fin de presentarme al poeta recién llegado de Estados Unidos. Hablamos de poesía hasta bien entrada la noche. A Vicente no le gustaba trasnochar y terminé la tertulia en el apartamento playero de Alfredo.

Un día, Vicente Ramos puso en mis manos, en la antigua Biblioteca Gabriel Miró de la calle San Fernando, los libros prohibidos de Miguel Hernández. Ven Paco -me dijo- lee esto con cuidado. Siéntate allí en aquella mesa y cuéntame luego.

Me empapé de los cantos, las angustias, los gritos sangrantes de la guerra, de un poeta torturado. Devoré aquellos libros con el entusiasmo de un joven universitario, ansioso por la libertad. Y allí, Vicente me presentó a Manolo Molina, y a Rafael Azuar, y a Miguel Signes, y también a Miguel Abad, y los admiré con ese corazón joven que empieza a soñar en una libertad entonces desconocida.

Vicente Ramos fue un hombre entregado a su ideario: Alicante, lo alicantino, España. Su republicanismo, tan centrado, aparecía por detrás de su ilustre figura retórica (no olvidemos que en diciembre de 1936 se afilia a Unión Republicana), con ese afán conciliador que siempre lo distinguió, y en que las ideas le fluían contundentes. La traición a su pueblo, era traición a su propia existencia.

El hombre señalado, a veces, como filósofo del régimen, fue en realidad un valiente defensor de la cultura de su tierra, incluso en los momentos históricos en el que ciertos comportamientos eran "reo" de castigo.

En la tarde del 21 de agosto de 1937 en un acto en el Ateneo de Alicante, en plena guerra civil, conoce a Miguel Hernández. Hablaba el poeta del Rayo que no cesa, de su presencia en el frente de Madrid y después de leer dos poemas de su libro Viento del pueblo, su amigo Manuel Molina, también oriolano, se lo presentó. Vicente le expresó admiración tras escuchar sus versos de guerra. Las palabras del joven poeta consiguieron envolverle en un enamoramiento que fue creciendo conforme conocía su obra.

Después, durante la etapa más dura del franquismo, Molina, Azuar, o Ramos, hablaban de Miguel con naturalidad y sin ningún tipo de reparo. En el cementerio, en los cafés y en la calle. Tenían conciencia de que Miguel estaba prohibido, pero más conocimiento de que Miguel era eterno, como su poesía.

Y esa admiración es la que Vicente logró transmitir al joven universitario, aquella mañana en la Biblioteca, al descubrirle a un Miguel herido, sangrando en versos que ardían de amor a su patria.

A Vicente Ramos debemos muchas cosas los alicantinos, y el conocimiento de Miró, Altamira, Azorín, Arniches y tantos otros escritores y pensadores lucentinos. Se lo debemos a esta figura preclara que, realmente, no ha muerto. Fue tanto su amor a la tierra que le vio nacer y le amparó toda su vida, que su alma, anclada en la misma, persiste entre nosotros.

Se ha transformado en eterna su obra tan reciente, su memoria acogedora. Es su herencia cultural la que podemos seguir disfrutando por los años.

Dios guarde a Vicente Ramos, y los hombres seamos capaces de honrar su ilustre memoria.