La sociedad española llegó al euro con estadísticas macroeconómicas de convergencia aparentemente satisfactorias pero con una deficiente cultura de competitividad (tan necesaria para vivir en la nueva era que representaba la moneda única). Si añadimos, aunque no sean independientes, la estupidez política vivida, más allá de la ideología dominante, no sorprende nuestra extrema lentitud para resolver los problemas a los que nos enfrentamos y que se conocen desde hace ya bastante tiempo.

La característica diferencial más importante entre la crisis actual y las crisis anteriores es el elevadísimo grado de aversión al riesgo de los agentes económicos. Este gran incremento en la aversión a soportar riesgos, puede explicarse por la confluencia de varios factores específicos de esta crisis. Por un lado, la situación desde la que nos enfrentamos a la crisis es totalmente nueva, por lo que las crisis vividas en el pasado no aportan experiencia que ayude a la resolución del conflicto actual. Esto es así ya que las distorsiones y tensiones en diferentes áreas del sistema financiero (hasta ahora sin relación aparente) empiezan a interrelacionarse generando una incertidumbre masiva que no somos capaces de medir y, mucho menos, de gestionar. El reconocimiento de estas nuevas interconexiones de las diversas partes del sistema financiero es fundamental para entender la crisis que estamos viviendo. Además, instituciones financieras que pueden considerarse sistémicas están altamente endeudadas. El problema, en este caso, no es el elevado endeudamiento en sí mismo, sino la elevada exposición de estas instituciones a las sorpresas macroeconómicas y globales negativas.

Pues bien, la velocidad de salida o resolución de la crisis está directamente relacionada con el reconocimiento de estos factores por parte de la clase política y con la agilidad de su respuesta. Pero los políticos españoles tienen el honor de estar en la cola del pelotón de la reacción en la puesta en marcha de medidas útiles de política económica (aunque parezca lo contrario, se sigue reaccionando con lentitud en la actualidad). Y ello se debe a que la clase política y otras instituciones sociales están, en general, motivadas por la creación de crecimiento a corto plazo y se muestran muy reacias a dejar surgir las dificultades asociadas a la quiebra de instituciones financieras, cuya gestión ha demostrado que merecen estar quebradas. Este comportamiento nos ha llevado a un problema grave y de magnitud global que los economistas denominamos riesgo moral. El problema es el siguiente: sabemos que las autoridades no dejarán que nuestras instituciones financieras quiebren. Sabemos que existe una relación positiva entre el riesgo soportado y la ganancia esperada. Y sabemos que a mayor endeudamiento, mayor riesgo. El incentivo es evidente: endeudémonos, asumamos elevados riesgos (con la consiguiente expectativa de elevada ganancia) y ya vendrá el Estado a rescatarnos.

Las consecuencias de esta política global de rescate de instituciones financieras y Estados europeos pueden y están siendo gravísimas. Llevamos varios años en Europa y sobre todo en España en los que los mensajes de rescate por parte de los poderes públicos han generado un problema de riesgo moral de desconocidas proporciones. Un claro ejemplo en nuestro país está en las fusiones de las cajas de ahorros. Nuestras autoridades no solo han incentivado, sino también han permitido, que entidades claramente no competitivas siguieran vivas a través de los pactos de fusión, aunque ello esté suponiendo ayudas financieras gubernamentales elevadísimas. Los movimientos de fusiones de las cajas de ahorro, sin tener una valoración precisa de sus activos y con un problema de refinanciación de sus deudas que tampoco tiene comparación histórica, generan dos problemas relacionados con la denominada economía de la información. El primero es que las fusiones hacen que las cajas sean más grandes y que, por consiguiente, se conviertan en instituciones sistémicas lo que agrava mucho el problema de riesgo moral. Pero es que, además, las fusiones generan también un problema conocido como selección adversa y que consiste en que la información de la que disponen los gestores es diferente de la información que conocen el resto de agentes económicos. Al juntar activos aparentemente buenos con otros de mala calidad, se consigue diluir la información, se hace más difícil su valoración real y se aumenta la incertidumbre. La consecuencia es que las estimaciones por parte de entidades privadas internacionales sobre las necesidades financieras de la banca española para su recapitalización vayan desde 40.000 millones de euros, estimación de JP Morgan, a 125.000 millones, de UBS. Nunca antes hemos tenido una situación así en el sistema financiero español. La pérdida de credibilidad es brutal y ha sido incentivada tanto por la lentitud como por las nefastas decisiones de políticos y de reguladores.

En estas circunstancias, ¿cómo pretendemos que entre capital privado en las nuevas instituciones fusionadas? Es imposible. Y, entonces, se hace necesaria otra medida política/financiera que agrava, aún más si cabe, el problema de riesgo moral generado: la adopción del sistema de avales por parte del Estado para asegurar el acceso a la financiación mayorista de nuestro sistema bancario. Y aquí no tenemos exclusivamente cajas de ahorros; alguno de nuestros bancos también ha entrado en el juego (aunque, afortunadamente, no los de mayor tamaño). Y esta decisión no solo es achacable al Gobierno anterior. El actual Gobierno puso en marcha un nuevo programa de avales de 100.000 millones de euros, donde Bankia destacó con emisiones de deuda avalada por valor de 15.000 millones de euros. En definitiva, todas estas políticas de salvamento provocan una transferencia del riesgo desde el sector privado hacia el sector público y a un encadenamiento cada vez mayor entre balances públicos y privados, que genera una enorme fuente de desconfianza en los inversores extranjeros. Parece obvio, por tanto, que se debe dejar quebrar a las instituciones privadas mal gestionadas. ¿O no?

Para rematar la faena, y para que estas políticas globales de riesgo moral no resulten demasiado flagrantes, todo el montaje se acompaña con medidas reguladoras que, en los momentos actuales, probablemente sean contraproducentes. Me refiero a los incrementos de las exigencias de capital a la banca. No es difícil entender que si a un sistema bancario enloquecidamente endeudado se le obliga a aumentar su capital de buena calidad y se le cambian continuamente las reglas de juego sobre las provisiones contra la morosidad, el único efecto que vamos a percibir es una caída del crédito. De hecho, ya hemos vivido una caída del crédito del 30% en el 2011. Por tanto, este tipo de medidas, como las exigencias de capital por encima incluso del 9% para los bancos sistémicos europeos, por otra parte fundamentales en el futuro, deben venir acompañadas de una planificación en la que los plazos de aplicación estén muy bien definidos para evitar un caos en la financiación y, por tanto, en el funcionamiento de la economía real.

Por último, no me gustaría terminar sin hacer referencia a nuestra acostumbrada comodidad vital como sociedad. Un problema endémico de la sociedad española es la falta de competitividad. La prueba de ello es la facilidad con la que se ha acudido a la devaluación de la peseta antes de la moneda única. Como los políticos no tenían incentivos para introducir las reformas necesarias para transformar al país en un competidor de primera división, ante cualquier situación complicada, se devaluaba la moneda. Y ¿ahora qué?

Nuestra baja productividad tiene un impacto negativo en la tasa de crecimiento del Producto Interior Bruto (PIB), nuestros salarios reales unitarios suben más que los de nuestros socios europeos, nuestro déficit por cuenta corriente precisa financiación externa que no llega nunca por nuestros problemas de información asimétrica y credibilidad y nuestras actuales y famosas reformas estructurales son, en realidad, bastante tímidas. Somos el país que ha tenido la mayor caída de ingresos públicos como porcentaje del PIB durante la crisis. ¿Cómo es posible que nuestros dirigentes pensaran que los ingresos obtenidos entre 2003 y 2006 se mantendrían para siempre? ¿Cómo se puede ser tan miope e irresponsable?

Ante esta situación, ¿cuál es la solución más fácil? De nuevo, la misma: devaluar la moneda. Pero como no se puede, exigimos eurobonos. Es decir, el Banco Central Europeo debe hacerse cargo de nuestra deuda y, así, inyectar liquidez a nuestros bancos y, con ello, rebajar la tensión de nuestra prima de riesgo y, de esta forma, restaurar la confianza de los potenciales inversores externos y, entonces, se producirá la inversión en nuestras entidades financieras y, como consecuencia, empezará nuestra recuperación y salida de la crisis. Por favor, ¿alguien se lo cree? Incentivos incorrectos, una vez más. Ya habrá tiempo para los eurobonos cuando exista una mayor convergencia en competitividad entre los países europeos o cuando exista una unión fiscal (sin comentario). Pero ahora nos toca a nosotros. Nos toca clarificar nuestro sistema financiero de una vez por todas, completar la reforma laboral eliminando la dualidad del mercado de trabajo y potenciando las políticas activas de empleo para terminar con los incentivos perversos, reformar drásticamente el sector de servicios para hacerlo realmente competitivo, modificar el funcionamiento de las administraciones públicas y reformar radicalmente el sistema de Universidad pública mediante la introducción de incentivos para el desarrollo de un capital humano de calidad. Por último, una reforma fiscal que haga aumentar los ingresos de forma estable, incrementando el IVA, disminuyendo los tipos marginales para incentivar el trabajo del capital humano más preparado (no necesariamente de las rentas más altas) y eliminando las deducciones. En definitiva, parece que ya reconocemos nuestros problemas y que hemos empezado a reaccionar. Pero todavía no tenemos derecho a quejarnos. Hace falta ir mucho más allá si queremos recuperar nuestra credibilidad y una estabilidad vital razonable.